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Una ciudad, amor

Minutos antes de la hora, me enteré de que aquel encuentro iba a ser una especie de cita a ciegas: en las bases del concurso ponía que el ganador o ganadora, además del premio principal, también disfrutaría de una cena, y si lo pedía, iría con ellos para (para hacer de cronista). Almu me llamó para decirme que estaba en el metro, que le faltaban quince minutos para llegar y que su pareja no iba a venir. “Voy sola, si no te importa”. “Claro que no”.

A finales de primavera me vestí de premio literario y fui a cenar con Almu Ballester, ganadora del concurso de “Microrrelatos anti San Valentín” que organizó RELEE. Para reconocernos llevaríamos una flor en la solapa y un libro bajo el brazo. Los tiempos de Flaubert quedan lejos, por lo que aparecí con un poemario de Cristina Peri Rossi. Almu trajo un pellizco de jazmín y un libro de su admirado Andrés Neuman. Minutos antes de la hora, me enteré de que aquel encuentro iba a ser una especie de cita a ciegas: en las bases del concurso ponía que el ganador o ganadora, además del premio principal, también disfrutaría de una cena, y si lo pedía, iría con ellos para (para hacer de cronista). Almu me llamó para decirme que estaba en el metro, que le faltaban quince minutos para llegar y que su pareja no iba a venir. “Voy sola, si no te importa”. “Claro que no”. Para alguien a quien le gusta escribir no puede dejar pasar esta clase de oportunidades: pasar una velada con una mujer y poder contar lo que ocurra.

Madrid hechizaba. Por el cielo. Por la temperatura que hacía. Por los hombres y mujeres que había en las calles y sonreían cerca de sus móviles o a ambos lados como campesinos que esparcen semillas sobre el campo recién arado. Era cuestión de rendirse a sus pies. No importaba que no hubiese función de ópera, que las gafas siguieran rompiéndose al caer al suelo o que aún quedasen turistas con calcetines blancos subidos hasta las rodillas. Cupido había vuelto a meter la pata una vez más, y en el fondo de eso se trataba. Las cosas no ocurren porque sí. Hay un carcaj con flechas. Mariposas descaradas y medio locas asentadas en nuestros estómagos porque no echemos mano del insecticida.

“¿Qué le ha pasado a tu pareja?”. Almu me miró a los ojos antes de contestarme (algo que hacía cada vez que conversábamos). “Tampoco es una pareja pareja. No le ha apetecido”. Íbamos a hablar de relaciones de amor, así que aquel era un buen punto de partida. Quizá por eso, pasado un rato, llegamos a la conclusión de que muchos hombres no están a la altura. Muchos hombres no saben manejarse con una mujer de más de cuarenta. Los escrúpulos de un hombre y una mujer no están hechos de la misma materia. Los diccionarios de Mitología —estoy casi seguro— se equivocan cuando hablan de vírgenes custodiando templos sagrados: esa labor pertenecería a las mujeres de más de cuarenta.

Fuimos a cenar a un restaurante más bien romántico. Pedimos una botella de vino tinto más bien romántica. Y un postre totalmente romántico. Charlamos de literatura y relaciones extinguidas. No hubo menciones a primos con los que uno se besa con trece años, ni vecinas que se pasean en sujetador a la vista de todos provocando no sé cuantos arrebatos solitarios. No nos cogimos de la mano, ni los levantamos un par de veces durante la cena para darnos un beso en los labios untados de aceite de oliva y steak tartar. Pero el amor era una corriente de aire que flotaba mientras los pies de quienes la respiraban se hundía, a punto de tocar el fondo, en no sé cuántas piscinas cercanas. Todo el mundo parecía brindar en los restaurantes un sábado por la noche, todo el mundo ha dibujado en su cabeza un mapa y ha marcado una X que le llevará al tesoro.

En casa me había preparado dos o tres preguntas con las que intentar ahondar en alguna de las historias vividas por Almu. Solo recuerdo la primera que le hice, la que más me importaba y que termino condicionando el resto de la charla: “¿Estás de acuerdo si digo que hay una edad en la que a las mujeres les cuesta encontrar pareja?”. En el siglo XXI las mujeres pueden ser astronautas y tener cinco amantes a la vez y, gracias a Dios, ya no se oye que quieran ser toreras y sí futbolistas (quizá el fútbol sea el deporte machista por excelencia y por eso me guste que quieran conquistar esa parcela negada). Almu desgranó dos o tres ideas que rodaron por encima de la mesa como monedas hasta llegar a mí. “No quiero equivocarme otra vez”. “Es muy difícil encontrar a alguien que cumpla las expectativas, por eso es mejor no tenerlas”. “He conocido a bastantes hombres con pareja que han querido tener algo, pero yo doy un paso atrás si la relación empieza así”. Si alguien viese y conociese un poco a Almu sabría que dice la verdad y también sabría que algo mal se estará cociendo en el mundo en el que nos levantamos a diario para que mujeres como ella acojan estas palabras. Almu es una mujer atractiva a la que le brillan los ojos como aquellas luciérnagas que veíamos de pequeños en el campo, cuando íbamos al pueblo; es una mujer a la que se le arruga la punta de la nariz cuando sonríe y esto, en un hombre que la quiera un poco, debe ocasionarle cosquillas; es una mujer que está orgullosa del trabajo que hace (cosa que empieza a estar más valorado que ganar mucho dinero); tiene sentido del humor (¿Por qué vas a estar con alguien que no te hace reír?); le gusta viajar, y quien dice viajar, dice ir a exposiciones, al cine, ver series, escribir, leer, hacer deporte, mirar atardeceres, subir colinas, bajarlas, cocinar cupcakes con trozos de chocolate, preparar fiestas sorpresa. Amar no es para siempre, pero a los cuarenta y pico amas y follas igual que con veinte, solo que desde el principio sabes lo que vendrá unos meses después. A la hora de elegir ya no te fijas en lo mismo.

Gracias a la decoración del restaurante y a la calidad del vino, Almu me contó unas cuantas historias personales. Cómo vino el amor, qué caminos tomó para marcharse. Un desfile sosegado de hombres intraducibles que un buen día dejó de echar de menos. No voy a desvelar ningún secreto. Únicamente diré que Cupido había aparecido muchas veces en la pantalla del televisor de su casa y ella había pulsado la tecla de “rec” a tiempo. Y que, aunque habló con cariño de sus parejas anteriores (de todas, menos de una), una mañana se levantó de la cama sin amor. Ahí estaban sus pisadas en la nieve, en dirección opuesta. Porque el amor un día se acaba, como la sal.

Después de la cena fuimos a tomar una copa a la Joy Eslava. Madrid seguía hechizando. Se parecía a una tienda de juguetes, cuando lo que más deseas es jugar, a un escaparate donde se mezclan muñecos de peluche y objetos eróticos sofisticados. De la Joy tenía —tengo— dos tipos de recuerdos: los de los conciertos a los que he asistido y el chascarrillo de que, antes, hubo una época en la que algunas parejas se atrevían a fornicar sobre el cuero de los sillones procurando pasar desapercibidos. La Joy de esta noche deslumbraba por fuera. Había porteros con pajarita y pinta de haber sido modelos la semana pasada; mujeres con zapatos de tacón listos para beber champán en ellos. Al entrar descubrimos el brillo falso, la decepción que te mancha las manos como el óxido. Los hombres que había en el interior de la discoteca no sabían lo que era una pajarita, y las mujeres preferían el Red-bull al champán.

Nuestro fin de noche nos pilló caminando por el Paseo del Prado, bajo árboles que no sabría decir sus nombres pero sí que emanaban una humedad perfumada y primaveral, casi pirenaica, que nos acompañó hasta la parada del autobús en el que Almu se subiría. Todos buscamos el amor, alguna clase de amor, durante la noche. Quien diga lo contrario miente o no sabe lo que se pierde. Almu es una mujer a la que yo ubicaría en el primer grupo. Trasciende que sabe amar. Me atrevería a decir que muchos hombres vivimos en una burbuja y que, cuando las mujeres intentan cazarla, ocurre como con esas otras de jabón con las que juegan los niños en los parques, que el viento las mece y les cambia la dirección, de manera que cuando ellas abren el puño, se encuentran con que no hay nada: ni jabón, ni agua, ni hombre, ni siquiera el anticipo de un latido.

Ahora que lo pienso, el fútbol es uno de los mayores anti libido del planeta.

Kike Parra

Escritor y profesor de RELEE

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1 comentario en «Una ciudad, amor»

  1. «…Ahí están sus pisadas en la nieve en dirección opuesta…» Es así. Hay un momento en que los caminos que nos dijeron que iban hacía el amor nos damos cuenta que nos alejan de él. Por eso hay que elegir la nieve y confiar en que más adelante vamos a encontrar la manera de inventar otras cosas. Estupenda crónica.

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