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Alerta Bandini

A Luis, porque sabe cosas.

 

La literatura es una cosa sobrevalorada. Por lo general se tiende a pensar que las letras disponen de una capacidad indómita para algo tan grandilocuente como presuntuoso: cambiar el mundo. Acaso el problema nazca de una idea errónea con respecto a la materia de la que está hecha la literatura. Mucha gente (demasiada) busca respuestas entre las páginas de libros intrascendentes a las cuestiones intrascendentes que componen su temblor existencial. Y ya está. Encontrado el porqué desaparece el por qué, se sacia y redime un pequeño vacío con poco más que una inyección de aire caliente. Es una pena; todo resulta en una inercia hacia la evasión, esa mirada hacia otro lado que encapota o, mejor dicho, esconde de un modo sibilino un plan para la invasión. El desapego o la falta de interés con respecto a las grietas que aparecen a nuestro alrededor son un campo abonado para que la ideología narcótica dominante crezca con vigor, se afiance. De haber buscado las preguntas adecuadas y no las respuestas esperadas, al menos estaríamos hablando de un mundo que podría no seguir igual (no tan igual). Más que suficiente. Lo que ocurre, me temo, es que en la mayoría de los casos hemos bajado los brazos y le estamos haciendo el juego al conservadurismo sociocultural. Hemos dicho “vale, lo compro”, quizás sin abrir la boca, sin escuchar esas palabras pronunciadas con el tono de nuestra propia voz.

Ya se ha dicho más veces: no hay literatura inocente. Los personajes que dibuja la ficción nos remueven, o nos dejan fríos, en función de eso que llamamos empatía. El héroe, en el sentido clásico del término, no debería tener su lugar en nuestra sociedad. Y sin embargo sigue en primera línea, bajo la luz de los focos. Los lectores quieren atajos, como las parejas aceleran su aproximación a través de imágenes creadas del otro. Somos Morel: durante siete días, representamos una realidad condicionada en una isla para poder vivir esa semana una y otra vez. Nada puede salir mal, porque ¿quién no lo pasa bien en sus vacaciones? No es de extrañar que en un contexto como este pocos sean los que quieren acercarse a la historia de los derrotados. Hace unos meses me pidieron que presentara la última novela de un escritor al que se le había entregado un conocido premio literario. Para evitar poner en evidencia ante su público el desastre que había armado con aquella historia, busqué argumentos comunes que la relacionaran con algunos rasgos de la literatura moderna. Me refería a su protagonista como “un perdedor” cuando él me miró algo irritado y se volvió a la audiencia para decir: mi personaje no es un perdedor. Faltaría más. ¿A quién se le ocurre? ¿Y si alguno de sus distinguidos lectores se dejaba llevar por mi opinión y tomaba a aquel autómata por un vencido cualquiera? El horror, el horror.

No deja de sorprenderme todo esto, en un momento de depresión (o de continuo crac con silenciador) que no es el primero y sin embargo carece, quizás por primera vez, de esas voces que saben tantas cosas. Parece inevitable pensar hoy en aquellos infelices años treinta en los que John Fante inventó a Arturo Bandini. La década terminaba como una de esas horribles resacas que se despiden del cuerpo a través de la náusea y el vómito. Aquel escritor frustrado que daba tumbos por Los Ángeles, que se contradecía, que ganaba un poco de dinero para después gastárselo todo en ropa que no iba a estrenar, que robaba leche, que se odiaba a sí mismo a través de Camila y amaba a Camila a través de sí mismo, aquel Bandini personificaba una derrota que no solo era la suya. Ante un perfil así, la espantada puede ser una reacción casi inevitable. Pero lo que ocurre es que, de algún modo, las incoherencias del personaje dejan ver mejor su lucidez radical. Las sombras de Bandini son luminosas, como ya lo habían sido las alargadas penumbras que perseguían al Bardamu de Céline en su viaje. Ese fue, no casualmente, otro nombre preclaro de aquel decenio que siguió a la fractura del 29 y que respondía a un absurdo el cual deberíamos asumir lo antes posible.

Hace un par de semanas asistí a una de esas conferencias sórdidas (quizás todas lo sean) en las que no se habla de nada durante dos horas. El final de fiesta lo protagonizó un señor bronceadísimo que gritaba mucho pretendiendo así que su bravata motivacional calara más hondo en la audiencia. Decía que el éxito dependía del «brillo en los ojos» que portamos las personas. «No permitáis que os quiten el brillo de los ojos», concluía entre perdigonazos de saliva. Yo imaginaba a cientos de personas aplicándose colirio a escondidas en el baño de cualquier edificio de oficinas. Ante todo, brillo y sonrisa. Hubo aplausos. Y, volviendo a los libros, yo también imaginaba la falta que nos hacen personajes con ojeras, con el ceño fruncido y la ropa arrugada de la noche anterior, precisamente ahora que nadamos en una sobredosis de “cosas bonitas”. Por supuesto, no tengo nada contra la cosa, sino más bien contra el uso que se hace de ella. En otras palabras, nos sobran citas a Szymborska y nos faltan referencias a Céline (de nuevo).

Más que un personaje, todos estos bandinis son hoy una reivindicación que debería responder, antes de que sea demasiado tarde, al grito que hace más de ochenta años (sí, en 1929) lanzó el poeta:

No es sueño la vida. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!

Pero, de momento, nada.

Jesús Barrio

Autor de «Lo que no está»

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