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No me cuentes tu vida

A todas las dudas y vacilaciones a las que se enfrenta el escritor en ciernes —recelos sobre su propia capacidad, temor al fracaso, etc.— habría que añadir un aspecto crucial: acerca de qué escribo. Y en la mayoría de ocasiones al plantearse ejercicios en los talleres de escritura, una gran parte de los alumnos se inclinan por textos con un alto componente autobiográfico.

A todas las dudas y vacilaciones a las que se enfrenta el escritor en ciernes —recelos sobre su propia capacidad, temor al fracaso, etc.— habría que añadir un aspecto crucial: acerca de qué escribo. Y en la mayoría de ocasiones al plantearse ejercicios en los talleres de escritura, una gran parte de los alumnos se inclinan por textos con un alto componente autobiográfico.

«No puedo escribir sobre lo que no he vivido», alegarán muchos. Y la literatura nos brinda ejemplos que a la vez confirman y que niegan tal aseveración. Es verdad que Jack London tuvo una vida azarosa y aventurera que reflejó en su obra de forma espléndida; y que el atormentado Charles Bukowski plasmó en sus escritos buena parte de su desordenada trayectoria vital. Sin embargo, en otros casos no fue así en absoluto. Emilio Salgari jamás navegó los mares de Borneo y Malasia en las que hizo de las suyas su emblemático Sandokán; y Pío Baroja, si exceptuamos sus inquietudes viajeras, llevó una vida tirando a vulgar, lo que no le impidió crear un auténtico orbe literario.

Tal vez la excelencia de la literatura resida en que nos permite re-crear la realidad. Aspectos anodinos de nuestra propia vida o de vidas ajenas pueden ser transformados por la escritura en universos literarios perfectamente válidos y atrayentes para el lector. No se trata de renunciar a nuestras propias experiencias sino de adaptarlas a una nueva realidad, a un nuevo enfoque en el que esa realidad se convierte en otra según nuestro propio criterio. ¿Necesita el lector saber si aquello que está leyendo —y disfrutando— proviene de la propia experiencia del escritor? Más allá del morbo, no parece imprescindible.

En un mundo como el actual, con un acceso casi ilimitado a la información y al conocimiento, miles de historias se ofrecen al creador incipiente. No podrá saber nunca cuál de ellas le será dada, pero cuando la encuentre se disparará ese «click divino» que le permitirá crear una nueva realidad según sus propias obsesiones.

Se habla a menudo en la actualidad de la literatura del «yo» y de la «autoficción», fenómeno que no es nuevo, aunque no había tenido gran tradición en nuestro país hasta tiempos más recientes. Tampoco es de extrañar, dado que los grandes anhelos colectivos están quedando arrumbados por un individualismo galopante.

Juan José Millás, Enrique Vila Matas o Julián Rodríguez Marcos, son algunos de los autores que transitan por ese género. Significativo es el caso de Andrés Trapiello, autor de El salón de los pasos perdidos, una serie de volúmenes en los que el autor recupera paulatinamente sus diarios y los reescribe al cabo de unos años. No en vano denomina a su trabajo «una novela en marcha». Partiendo de unos hechos recogidos en el tiempo que ocurrieron, el autor «novela» sobre ellos con una perspectiva temporal de varios años. Nunca sabremos si lo que cuenta ocurrió tal como lo narra, si es realidad o ficción o ambas cosas a la vez. Pero en realidad tampoco importa.

Por Juan José Añó
Colaborador de Relee

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