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La voz, cuando no es un programa de radio

Hace unos días escuché por la radio del coche una entrevista a un cantante español de música pop, en ella le pidieron que hablara del álbum que más le había influido y, al final de la charla, hizo versión de su tema favorito.

Hace unos días escuché por la radio del coche una entrevista a un cantante español de música pop, en ella le pidieron que hablara del álbum que más le había influido y, al final de la charla, hizo versión de su tema favorito. El cantante hizo su interpretación con solo voz y guitarra. Nada más terminar sonó la versión original y pude escuchar lo similar que eran una y otra. El entrevistador alabó la calidad de la copia y habló de “ese momento” como uno de los momentos que se iban a recordar en la radio durante mucho tiempo.

Siempre he tenido la impresión —primero— y el convencimiento —después— de que en el mundo de la música no existe la misma intención de distanciarse públicamente del original como la hay entre los escritores. Son escasas las admisiones de haber escrito algo a partir de una determinada lectura. Si se revelan cuáles han sido las influencias suele ser para recurrir a nombres que todos conocemos y la mayoría veneramos. Los reyes del mambo. Puede que esté equivocado y que en la música, al ser un arte que no vivo tan de cerca, ocurra lo mismo. En cualquier caso, sigo preguntándome por qué nos cuesta tanto, a la mayoría de quienes escribimos, airear lo que solo nosotros sabemos: el temor a decir las fuentes de inspiración, sobre todo cuando se trata de autores vivos y más o menos próximos a nuestra generación, como si eso nos tuviera que situar por debajo de ellos.

Imitar, copiar, forma parte del aprendizaje para encontrar la voz propia como autor. Los temas son recurrentes y repetitivos; las historias son las mismas, solo que contadas de otra manera. Lo que va a marcar la diferencia entre lo que ha originado el flechazo que nos señala hacia dónde quiere tirar nuestro corazón literario y nuestros pasos posteriores es que seamos nosotros mismos. Una vez en este punto, cualquier copia-imitación que hagamos, originará un texto diferente del original y, no por ello, menos válido, o menos atractivo. Las ideas no son de nadie, igual que los temas. Ambos fluyen encima de nuestras cabezas y nosotros los dejamos entrar en nosotros, haciendo con ellos lo que ese flechazo, surgido de la lectura del otro, sea capaz de elaborar.

Aprender y evolucionar es algo que alguien puede estar haciendo toda la vida. A mí me ocurre cada vez que un libro hace que tenga ganas de escribir. Hay semanas que admiro a Samanta Schweblin y querría escribir como ella, pero ya sé que eso no va a ser posible, porque escribo mejor que Samanta Schweblin y ella lo hace siempre mejor que yo. Otras veces me veo pensando, al revisar un relato, en cómo sonaría la historia que llevo entre manos si se ocupase de ella Ray Loriga, o Richard Ford, y entonces me doy cuenta de que Ford y Loriga son bastante más guapos y sabios que yo, así que lo dejo estar, sabedor de de que mi sabiduría y belleza gustan bastante más a las mujeres y hombres que alguna vez me leerán.

Hay libros que han supuesto una evolución en mi forma de narrar. Para mí, algo tan simple como encontrarme con un texto que me apasiona, me lleva a que se accione el interruptor de la luz y, de forma automática, aparezca ante mí un folio en blanco y un bolígrafo en la mano. No sé si eso será reconocible en la colección de relatos que RELEE publicará en octubre de este año, bajo el título de Me pillas en mal momento. Las dos lecturas que hicieron que tuviera ganas de ponerme a escribir este libro de cuentos fueron Bajo el influjo del cometa, de Jon Bilbao y Knockemstiff, de Donald Ray Pollock. Gracias a ellos mi voz se ajustó a la voz que me acompañaría durante todo el proceso de escritura. Si fuera cantante, estaría bien que hubiese cogido una guitarra acústica para hacer una versión de Bilbao y Pollock, pero, como escritor, lo último que me gustaría (cosa que ni me planteé) es haber hecho otro Knockemstiff y otro Bajo el influjo del cometa. Eso ya estaba hecho. Era tiempo de que sonara mi voz, de modo que lo que hice fue, con esas músicas de fondo, interpretar mi propia canción. Escribir —al igual que cantar— te da la oportunidad de olvidarte del ego y dar paso al amor.

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1 comentario en «La voz, cuando no es un programa de radio»

  1. Kike, me hubiese gustado escribir este artículo, pero ya sé que eso no va a ser posible porque… 🙂

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