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La pianista que hizo llorar al ogro

Pogosova me contó cómo Yúdina había encandilado a Stalin una noche de 1943 después de que éste, sorprendido, preguntara quién era la pianista que con tanto prodigio sonaba en Radio Moscú. Aquel día, Yúdina era la solista que interpretaba el Concierto para piano número 23 de Mozart y, al parecer, a Stalin le saltaron las lágrimas, de la emoción y no de cocodrilo. Y no solo eso. Tal fue el asombro del dictador, que al día siguiente pidió que le enviaran al Kremlin una grabación del concierto que, por cierto, había sido en directo.

Quién iba a decir que cuando Marx y Engels redactaron su famoso ‘Manifiesto Comunista’ en 1848, basado en las ‘Tesis sobre Feuerbach’ y que llamaba a la clase obrera a movilizarse contra el incipiente capitalismo al presuponer que “los filósofos no han hecho más que interpretar de distinta forma el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”, al cabo de los años – en la Revolución Soviética de 1917– esa proclama se llevaría a la praxis

Historia

Por Alberto L. Lezcano, periodista, escritor y colaborador de RELEE.

Y mucho menos decir que tras la muerte de Lenin (1924), Stalin se haría con el poder absoluto, convirtiéndose en dictador y eliminando a los que en un primer momento habían hecho la revolución con él. Todo ello al amparo de las órdenes de los tribunales populares de depuración, cuyas consecuencias podían ir desde la cárcel, el fusilamiento o el gulag, hasta vivir en constante vigilancia y ser posteriormente detenido y juzgado por contrarrevolucionario, como les ocurrió a muchos que formaban parte de la intelligentsia.

Sea cual fuere el castigo de la contrarrevolución, querría situarles: este escrito tomó vida en el club secreto de La Calatrava. Era el 5 de marzo de este año. Aún con la mitad del strudel rondando frente a mis ojos, mi acompañante y yo hacíamos memoria de las últimas novelas leídas. Una de ellas, Una pasión rusa (Espasa, 2015)de Reyes Monforte, nos llevó a contar los 63 años que habían pasado desde la muerte de Stalin y del compositor y pianista -ruso, de sentimiento y formación, aunque nacido en Ucrania-Serguéi Prokófiev (Krasne, 1891). Qué casualidad, pensarán. Sí, los dos fallecieron en 1953. Detalle al margen, los dos recordamos cómo el músico había abandonado Rusia durante la Primera Guerra Mundial para triunfar por todo el mundo. Sobre todo en el Carnegie Hall de Nueva York en 1918, cuando conoce a Lina Codina (Madrid, 1897-Londres, 1989), quien con apenas veinte años se enamora de él. Posteriormente se convertirá en su marido. Pasan los años y en 1936 el matrimonio decide volver a Rusia; Stalin, dicen, está esperando a Prokófiev con los brazos abiertos.

El cosmopolita y férreo carácter de Codina le lleva a ir en contra de los ideales del Gobierno socialista establecido, algo que le hace pasar de la vida burguesa al infierno, al terror soviético. Tras separarse del músico a los veinte años de casados, es acusada de traición a la URSS por ser una espía extranjera y condenada a veinte años de trabajos forzados en el gulag, en Siberia. Sin embargo, aquello no podía acabar así: el famoso die mortis de 1953, fue liberada Codina. Poco tiempo después, en 1957, se reconoció oficialmente su inocencia y se le entregó un certificado de su matrimonio con Prokófiev y una pensión como viuda soviética.

Como consecuencia de la acidez de lo contado, he olvidado darles el grueso del escrito: quien me acompañaba aquel día en el mencionado club era Gayané Pogosova, violinista y alumna aventajada de música de cámara de la célebre pianista rusa Mariya Yúdina (Nével, 1899-Moscú, 1970) en el Conservatorio moscovita a mediados de los años cincuenta del siglo pasado.

Evidenciando los tintes represivos hacia la intelligentsia musical rusa, Pogosova me contó cómo Yúdina había encandilado a Stalin una noche de 1943 después de que éste, sorprendido, preguntara quién era la pianista que con tanto prodigio sonaba en Radio Moscú. Aquel día, Yúdina era la solista que interpretaba el Concierto para piano número 23 de Mozart y, al parecer, a Stalin le saltaron las lágrimas, de la emoción y no de cocodrilo. Y no solo eso. Tal fue el asombro del dictador, que al día siguiente pidió que le enviaran al Kremlin una grabación del concierto que, por cierto, había sido en directo. Dos semanas después, la pianista recibía una carta de felicitación de Stalin y veinte mil rublos. La respuesta, arriesgada, de Yúdina fue: “Dios es tan grande como su infinito perdón y, si te confiesas y arrepientes, perdonará tus terribles pecados contra la tierra y contra el pueblo”. Pero la música gozaba de un cierto halo de inmunidad. Y es que, pese a haber sido despedida en 1930 del Conservatorio de Petrogrado por su crítica al régimen, parecía disponer de la protección de Stalin.

-«Pobre Prokófiev, qué destino haber muerto el mismo día que el déspota”.

-¿Quién dijo eso?

-Yúdina. Cuando él murió, el 5 de marzo de 1953, ella nos estaba dando clase.

-¿En el conservatorio, en la entonces llamada calle Gerzen?

– Sí, jamás olvidaré la imagen de ese día. Yúdina fue una de las cuatro personas que acudió al funeral del genio…

Las historias de Yúdina y Prokófiev corren paralelas en el tiempo a la de Dimitri Shostakóvich (reflejada en la novela El ruido del tiempo, de Julian Barnes) y nos traen a la actualidad lo que supuso el régimen dictatorial soviético que Stalin llevó a cabo de forma cruel en la mayoría de los casos y que nos sirve como propuesta de aprendizaje de algo que nunca se debe repetir.

 

 

 

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