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Finales felices

¿Son los finales felices el último tabú de la narrativa?

Por Eloy Tizón, escritor y profesor de RELEE

En una entrevista, el director turco Bilge Ceylan, ganador de la última Palma de Oro en Cannes con la deprimente Winter sleep (más de tres horas de discusiones entre los personajes, resentimientos y ceños de vinagre), ha declarado: «A algunos directores les gusta dar una nota optimista al final de sus películas. No es mi caso. Soy bastante realista y a veces hay que saber ser pesimista. Incluso me parecía que el final de mi película era demasiado optimista y lo enturbié un poco».

Este parece ser uno de los mayores tabúes de nuestro tiempo: el miedo a contar historias con finales ni siquiera moderadamente luminosos, que pocos se atreven a cuestionar y romper, no nos vayan a etiquetar de optimistas. ¿Qué nos pasa? Ya no creemos en las fábulas con finales felices; ese es el principal argumento por el que las anhelamos tanto. Desconfiamos de los cuentos de hadas, de ahí que los deseemos en secreto con más fruición que nunca. Aferrarse al realismo ramplón que denigra al ser humano está bien durante un rato, y sirve para ganar premios, qué duda cabe, pero a la larga resulta plúmbeo, enturbia la mente, entorpece nuestro ánimo y nos atasca. Necesitamos con cierta urgencia renovar nuestra fe en narrativas de la afirmación y el consuelo en las cuales lo imposible suceda, aquí y ahora, contra todo pronóstico, por qué no, como en los maravillosos relatos de Ana Blandiana, una de las mejores escritoras vivas, cuyo lirismo nos conmueve.

Añoramos creer que las cosas terminarán más o menos bien; que saldremos adelante, pese a todo. Lo superaremos juntos. Invertir en pesimismo es un negocio ruinoso, además de reaccionario; no conduce a nada bueno. Mejor esperar que de un momento a otro sucederá la música loca del milagro; algo irrumpirá en nuestras vidas que lo trastocará todo. Y será real; real como la ficción misma.

Publicado en El Cultural de El Mundo, 16/1/2015

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