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Crónica Eñe

Era el año 2009 y no había estado jamás en una fiesta de escritores. No había asistido, ni si quiera, a la presentación de un libro más allá de la de algún antiguo profesor de instituto. Era el año 2009 y acababa de darme cuenta de que, si no me mostraba de alguna manera, nadie vendría a decirme, “Nos gusta lo que escribes, vamos a publicarte”. Había cumplido 38 años y aún creía que los escritores a los que leía no eran de carne y hueso del todo, que los editores (esos seres con quienes tenía que contactar para mandarles mi manuscrito) lo eran menos todavía —idea que me desmontó Pepo Paz en 2012, simplemente argumentando lo contrario: “Los editores somos personas de carne y hueso”.
2009 fue el año en que se puso en marcha el Festival Eñe de Madrid. No ha pasado tanto tiempo, pero sí bastantes cosas: he ido a fiestas con escritores y hasta nos han echado de algún bar, me he subido —y subo— al AVE Valencia-Madrid con cierta frecuencia para estar en saraos literarios, me han publicado tres libros y hasta hay algunas editoriales que se acuerdan de mí para preguntarme si tengo “algo por ahí para enviarnos”. He ido a todas las ediciones del Eñe, la última hace unos días.
Mi relación con el festival —si tuviera que buscar una imagen para explicarla y que se me entendiese enseguida— ha dibujado la trayectoria de un boomerang. Al principio estuvimos cerca, tan cerca que creí que era un elemento imprescindible por el que tenían que pasar todas aquellas personas que se dedicasen a la escritura; luego me alejé, y ahora he vuelto (siempre como espectador). En las primeras ediciones, la abundancia de autores de renombre y caché sonoro era asombrosa. Entrabas al vestíbulo del Círculo de Bellas Artes y lo más normal era cruzarte con Ana María Matute, Rafael Chirbes, Manuel Rivas, Ray Loriga, Javier Tomeo, Almudena Grandes, Elvira Lindo, Rodrigo Fresán o los de la Generación Nocilla.
Ese fin de semana había un trasiego de mujeres y de hombres en cualquier tramo de las escaleras del edificio buscando una sala, leyendo el programa, paseando una bolsa con libros, sujetando un abrigo en el brazo a juego con la bufanda, como si lo que tuviera entre manos fuese un mapa con los lugares más interesantes de la literatura española de los últimos 40 años. No había personas más atractivas y raras que aquellas con quienes me cruzaba por esas escaleras monumentales. Por qué digo esto, porque mis ratos en el Eñe los pasaba, sí, entrando y saliendo a las charlas, echando un vistazo a la mesa de libros que ocupaban buena parte del segundo piso (miento, eran varios vistazos), intentado conseguir la firma de alguno de los autores o, simplemente, atreverme a decirle lo mucho que me había gustado su último libro, pero también admirando a aquellos especímenes como de botánico en un palacio de cristal. Todo era tan rematadamente hermoso que cada gesto, cada labio pintado, cada chaleco, cada corte de pelo o cada uno de los botines de piel y puntera, me parecían objetos dignos de un museo o de un beso. Estoy hablando de que el mundo, a veces, puede parecerse tanto a lo que te gustaría que fuese, que lo más saludable para uno mismo es impedir que no termine siendo así.
Este año 2017 me ha sorprendido para bien. He salido del Eñe con la percepción de que la programación ha tenido un equilibrio en cuanto a juventud o nombres nuevos y otros nombres más totémicos (no así entre el número de autores y el de autoras invitados, algo que, a estas alturas y con la facilidad que hay para encontrar escritoras que valgan la pena, debería tratarse desde una perspectiva y sensibilidad adecuadas al momento actual). Hasta me he cruzado con alguien que me ha recordado al Kike Parra que acudió a aquella primera edición, esa a la que fui para ver y que me vieran. Lo uno no está reñido con lo otro.

Kike Parra

Escritor y profesor de RELEE

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