fbpx

BLOG

microquedadarelatistas

Poner mi mente al sol

Zaragoza volvió a sorprenderme esa noche. Cuando visitas una ciudad por segunda vez, pasados veinte años, estás expuesto a que te ocurra lo que me pasó a mí. Que cruces un puente (que ya transitaste) y tengas la impresión de que no lo has cruzado nunca. Que entres a un garito (en la que ya bailaste y bebiste) y tu cabeza no recuerde dónde estaban los baños.

La historia de mi regreso a Zaragoza comenzó hace veinte años. Ese día celebré, con mis compañeros de cuartel, la licenciatura del servicio militar. Hubo una cena llena de comida grasienta, barata, y calimochos. Luego, periplo por los bares del Tubo (entonces aún había calles que, fueses a la hora que fueses, olían a vino y a vermú). Yo era un pardillo de veintipocos años, con fecha para casarse por la iglesia. Mi novia tenía los ojos azules y la sonrisa de un ángel tímido, así que cuando algunos compañeros salieron hacia un Peep-show, me decanté por el plan B: seguir de copas con aquellos que, durante toda la mili, habíamos llamado “los aburridos”. Resultó que los aburridos no lo eran tanto. Aprovechar hasta el último suspiro. Esa era nuestra consigna. Buscamos un bar en el que hubiera buena música. Siempre he preferido los bares para bailar que los de mesas y sillas donde, si bailas, te miran con cara rara. Recuerdo que en la pista solo había reclutas con el pelo cortado al tres, irreconocibles, con la ropa que nuestras madres nos habían comprado, casi con toda seguridad, en los mercadillos o en las tiendas de barrio —a principios del 96 ocurrían así las cosas. En el bar no había ni una chica. Las mujeres siempre han sabido lo que les interesa y lo que no. Bueno, pongámonos en situación. Pista de baile, música, cada uno con nuestra copa en la mano. Me atrae estar en el meollo, por lo que enseguida me puse a bailar como si tuviera que ganarme la vida con ello. Es verdad que, en ocasiones, soy completamente arrítmico —los que están a mi alrededor se pueden preguntar qué es exactamente lo que estoy haciendo— pero es raro que tenga vergüenza. Se me acercó un compañero de regimiento, un catalán con el que había compartido meses en la Sección de automóviles. No me acuerdo de su nombre, pero tenía cara de llamarse Jordi, o Josep, o Andreu. Era un chico callado, lampiño, de boca grande y ojos verdes siempre tristes. Todo esto me llevaba a pensar en alguien con una especie de bondad innata. Se colocó frente a mí y comenzó a imitar mi baile (yo, la verdad, lo hacía con algo más de gracia). Una canción, dos. De vez en cuando, trago a nuestra bebida. De vez en cuando me miraba como esperando algo de mí. No le hice demasiado caso, me limitaba a bailar. Cuando bailas es complicado ver el futuro, el mundo va a otra velocidad, o uno no termina de encajar, ya no lo sé. No preví que tenía intención de poner su mano derecha encima de mi bragueta, ni mucho menos que cuando la tuviera ahí se recrearía durante unos segundos. Qué cosas más extrañas ocurren en las licenciaturas del servicio militar. No me enfadé ni le recriminé nada. Tampoco me interesó a dónde quiso llegar cuando acercó su rostro a mi oído para decirme que llevaba semanas queriendo hacer esto. Simplemente di media vuelta, salí a la calle y me fui al piso de la calle Almagro en el que había vivido mi temporada en Zaragoza. No recuerdo nada más de esa noche. Como tampoco me había vuelto a acordar de esta historia desde hacía muchísimos años. Pero, de camino a Zaragoza este fin de semana pasado para asistir a la VI Microquedada de relatistas, volví a acordarme de esta escena mientras conducía por la A-23. O Zaragoza o yo nos debíamos una despedida diferente.

La Zaragoza actual me impresiona. Me doy cuenta de ello de camino a la parada del tranvía en Plaza de España, el viernes por la tarde. Sopla cierzo, pero hace sol. Gana mi mente al sol, la tarde estupenda en magna corta. En cuanto subo al tranvía, me llama la atención la tranquilidad que veo en los rostros de los viajeros. Me viene a la cabeza la expresión “belleza serena”. Nadie habla a gritos por el móvil. Nadie se apelotona en las salidas cuando anuncian la próxima parada. Parece que aquí no se espera el fin del mundo. No sé si hay relación de esto con que una de las líneas del tranvía lleve por nombre “Mago de Oz”, pero de una ciudad que es capaz de hacer algo así, es más fácil pensar que está hecha de otra pasta. Me dirijo a la presentación (subido en el tranvía con el “Mago de Oz” visible en su frontal) de mi libro de relatos “Me pillas en mal momento”, en la librería Cálamo. Hacía también veinte años que no había estado en ella. En su día, solo la pisé una vez, y, si la memoria no me falla, el libro que me llevé fue “El silencio del patinador”, relatos de Juan Manuel de Prada. No me acordaba de la escalera que hay en su interior, ni de dónde estaba la caja de cobro, en cambio, aún recuerdo dónde estaba la estantería con el ejemplar del libro de de Prada. Ahora, la primera percepción es pensar en uno de esos lugares en los que los libros huelen a nuevo y a buenos. Y no es porque vaya a presentar el mío. Tiene que ver con el escaparte, o los títulos y autores que me miran para que los mire directamente y quiera irme con ellos a cualquier lugar. He ido con tiempo para saludar a Paco Goyanes, el librero. Enseguida regreso a tierra firme y vuelvo a tener esa sensación que he tenido estos días atrás, de que no es una presentación cualquiera. Es Zaragoza, es la Cálamo. Como me ha dicho alguien posteriormente, “Ahora que has presentado en la Cálamo, ya eres maño”. Me acompañan tres amigos míos de Alzira. Además, voy a estar con dos de mis mejores amigos maños; ellos hablarán de mi libro. A la altura con la que Francisco Umbral lo haría del suyo. Hablar del libro de alguien a quien se quiere no es fácil, si tu intención es no decepcionar a los demás —quienes si han ido por algo, es para saber la verdad que hay en sus páginas. Mis amigos lo hicieron. Después, hubo tiempo para hacerme preguntas y para que nos pareciese corto el tiempo que habíamos estado en la librería y no quisiéramos marcharnos. Pero no había que abusar de la hospitalidad de la gente de Cálamo. Seguimos la fiesta en el bar de al lado. Aún faltaban noventa minutos (lo que dura un partido de fútbol, y seguramente todos hayamos escuchado eso de, “En 90 minutos puede pasar de todo”) para el primero de los eventos de la VI Microquedada relatista: la cena de bienvenida. Nos tomamos un par de cervezas y me hice fan de una pareja que me contó el viaje que habían hecho por la Norteamérica profunda, con un Mustang descapotable (Las Vegas, Nashville, Tennessee… muchos de los nombres que me vienen a la cabeza cuando pienso en un viaje así). Los encuentros con cerveza echan aceite a los goznes de las puertas. Sirven para que te des cuenta de las maravillas cotidianas que alguien puede hacer, los pequeños gestos, como que alguien sepa qué clase y tamaño de cerveza son tus preferidos y se la pida al camarero, o que te cojan de la mano mientras charláis.

La cena de microrrelatistas es en un bar irlandés donde sirven salchichas alemanas y calamares rebozados. Es un local pintado en colores chillones, quizá por eso la gente hablara adecuando el volumen de su voz a las tonalidades de las paredes. Si hubiese ido con la familia, me habrían entrado las dudas. La familia espera que les sorprendas cuando los llevas a algún sitio. Ese bar no tenía esa capacidad de sorprender. Solo las personas con las que me iba a encontrar podían hacerlo. Estamos unos cuarenta escritores de microrrelatos. El resto de mesas están ocupadas por clientes que no nos miran como si fuésemos una avanzadilla de seres venidos de Marte. Ahí vivo esos otros momentos por los que vale la pena ir a estos saraos: encontrarme con amigos a los que hace tiempo no veo y con personas a las que solo les había puesto cara a través del Facebook. Las veo físicamente, les escucho la voz, disfruto de las veces que son capaces de sonreír en un minuto, constato su fragancia y el color de sus ojos. Hubo una época, siendo adolescente, en la que, cuando me preguntaban por lo que más me gustaba en la vida, contestaba: “Escribir y conocer gente”. Puedo disfrutar, y me gusta asistir a charlas en las que hay un estrado ocupado por ponentes mientras yo me pierdo entre el pequeño mar de sillas reservada al público, pero siento una especie de orfandad cuando estas conferencias acaban y apenas saludo a una o dos personas, algo cargado de timidez, poca cosa, poco ruido, una dosis de cariño escasa. Lo que ocurre en el irlandés durante la cena está en el lado opuesto. Hay abrazos, besos, alegría. Contacto. Aún no hemos disentido de la capacidad de convocatoria que posee un bar, de igual manera que estoy rodeado de gente que no ha olvidado el gusto que produce dejarte asombrar por quien está enfrente. Si no, para qué te haces cuatrocientos kilómetros al volante, o quinientos subido en un tren lentísimo, con no sé cuántas paradas, o en un autobús que comete, en cada viaje, el atropello de parar solo una vez justo en ese bar en que no se te ocurriría parar nunca si fueses con tu coche, porque es el bar de carretera más cutre del mundo, el peor valorado según la escala de calidad/precio. En este encuentro de microrrelatistas nadie te va a decir que eres el mejor, ni la más guapa o guapo. Nadie te va a pedir que os vayáis a vivir juntos. Estas reuniones son democráticas. Todos se merecen lo mismo.

Zaragoza volvió a sorprenderme esa noche. Cuando visitas una ciudad por segunda vez, pasados veinte años, estás expuesto a que te ocurra lo que me pasó a mí. Que cruces un puente (que ya transitaste) y tengas la impresión de que no lo has cruzado nunca. Que entres a un garito (en la que ya bailaste y bebiste) y tu cabeza no recuerde dónde estaban los baños. La música que pinchan no es la misma, bueno, ya en pocos sitios pinchan música. Han desaparecido las camareras que había, igual que lo he hecho yo. Esa noche del viernes voy con mis tres amigos de Alzira a serpentear por el Tubo. Y entramos en la Casa Magnética y en el Bacharach (el bar que puso de moda, hace unos años, el cantante y escritor Sergio Algora, que ya ha fallecido). Yo no he fallecido del todo —es una chorrada lo que acabo de escribir— pero tengo la sensación de que un poco sí, o de que en cualquier momento voy a hacerlo, o de que estoy más cerca. Es lo que tiene la muerte de alguien con el que te une una edad parecida. La muerte atrae otras muertes. Durante ese primer rato de bares con mis amigos, paseo con algo de tristeza por la Calle de Espoz y Mina. Nostálgico. Intento disimularlo a base de cervezas bien frías. La muerte es más helada que la cerveza, pero las que me bebo son capaces de hacer que arda. La muerte muriendo en la hoguera, el “ya no estar” de tantas cosas, no solo los bares o ciertas personas al otro lado de la barra.

Está previsto que el día siguiente, sábado, sea la jornada más importante de la VI Microquedada de relatistas. Por eso me levanto temprano, a las ocho, y desayuno madejas y croquetas de cocido y copa de pacharán con hielo. Qué he dicho de la muerte… Todavía coleando. Ser desmesurado no es siempre una virtud. Pero tengo una especie de capacidad amatoria por algunas de las experiencias que vivo, tan profunda, que soy incapaz de renunciar a ello. Frente a la muerte está lo otro: echar a correr, mientras puedas, en sentido contrario. El mediodía del sábado hay prevista una visita al Palacio de la Aljafería; después una comida de hermandad; y por la tarde un encuentro en un garito llamado la Bóveda (donde hay un piano de pared en el que un cantautor fantástico tocará “No puedo vivir sin ti”, de otro fantástico, Coque Malla, y en donde haremos la presentación loca de algunos libros de microrrelatos). Todo está milimétricamente organizado. Ha habido personas involucradas para que esto fuera así. Todo perfecto. Como en toda organización perfecta, está la oportunidad de elegir libremente a qué eventos vas y a cuáles no. Por ello voy a la visita a la Aljafería vestido con una camiseta del Real Zaragoza y luego les abandono unas horas para ir, con la misma camiseta, al que, dicen, es el mejor restaurante de Zaragoza.

La visita al restaurante puedo considerarla como un apéndice de la segunda oportunidad que esperaba de la ciudad. En aquellos meses de pelo rapado al tres y vida en un piso con otros compañeros de regimiento, solo comíamos pasta, embutido y huevos fritos. Todos teníamos padres que nos daban dinero. Todos podíamos levantar la mano y pedir más dinero. Pero si queríamos seguir el ritmo diario (cines, copas, vermús, libros…) había que comer muchos huevos fritos y macarrones con salsa boloñesa. Comer en un local donde te sirven huevo escalfado a baja temperatura, con bechamel, hongos y ceniza de patata, elaborados por un chef que se rifan, es algo que nunca se nos habría ocurrido hacer siendo reclutas.

Tras la comida me voy a la Bóveda, a encontrarme con el resto de mis compañeros microrrelatistas. Llego de los primeros. La Bóveda es el bar de un albergue de Zaragoza, situado a varios metros bajo tierra. Es un sitio curioso, con pinta de refugio antiaéreo, aunque por sus techos altos y arcos, también me recuerda a una iglesia sin imágenes y expoliada. Pido una cerveza y espero a que vaya llegando el resto. Aquello se pone en marcha. La actuación del cantautor, las presentaciones espontáneas y locas de algunos libros. A esa hora ya sé que serán mis últimos momentos de la Microquedada. En cuanto salgamos de aquel sótano, me despediré del grupo. Es un fin de semana en el que cada una de mis piernas está subida a lomos de dos caballos, haciendo malabares para seguir haciendo experimentos con la ubicuidad. Los escritores de microrrelatos se irán de cena, y yo saldré en busca de mi origen zaragozano junto a los amigos que me han acompañado desde Alzira.

La segunda noche en Zaragoza tiene algo de definitivo. He quedado en verme con ellos en la Creedence, un garito de la Plaza de San Lamberto, para escuchar música en directo. En la puerta hay un tío de seguridad y cuando voy a entrar me dice que el concierto se ha suspendido. “Los del grupo llevan toda la tarde sin cogernos el teléfono”. Me toca buscar a mis amigos, que, los conozco, no andarán muy lejos. Asomo la cabeza en el Dpch Rock, el primer bar que veo. Allí están, revoloteando como pajarillos en un abrevadero a las siete de la mañana un día de primavera. El abrevadero es la barra, y tras la barra hay una única camarera. Poniendo agua y alpiste a su abasto. Es una chica muy atractiva, simpática, como suelen ser las camareras de los bares de las ciudades a las que uno va de viaje. Tiene un aire a Tom Cruise. Al Cruise de Top Gun. No son ni las once, pero ya sé que la noche correrá y correrá hacia su extinción. Mis amigos y yo beberemos gin tónics, cambiaremos de garito cada media hora y le echaremos el cierre en ese sitio donde estaba claro que íbamos a acabarla por primera vez (porque siempre nos mentimos, siempre hay, luego, otro sitio más al que poder ir). El Bacharach. La escritora Aloma Rodríguez fue amiga de Sergio Algora, y trabajó allí de camarera. Uno de mis amigos (el maño que ha presentado mi libro en Cálamo) y yo nos hemos leído su último libro, Los idiotas prefieren la montaña, en el que cuenta cómo fue su relación con Algora. El Bacharach es un buen lugar para lo que buscamos: creer que la noche es magnífica y que nos está regalando algo que, aunque no sepamos exactamente qué, nos queramos quedar con ello. Pensar que si no la aprovechamos, vendrán otras noches como esa y que volveremos a quedar atrapados en todas y cada una de ellas. Es nuestra manera de devorar trozos de vida.

Mi despedida con Zaragoza se produce la madrugada del sábado al domingo.

No había dicho que me acuesto en un hotel céntrico. Ni que, por falta de disponibilidad en el establecimiento de camas separadas, comparto una de matrimonio con uno de mis amigos. Cuando llego a la habitación, ya está durmiendo. Me acuesto sobre la colcha, todavía vestido, como si no tuviese claro que el día se ha acabado ahí. No apago la luz y me pongo a pensar en que, la mañana del domingo, cualquier cosa que hagamos estará embadurnada de inercia. La Microquedada habrá finalizado “oficialmente”. Puede que mis amigos y yo paseemos por Zaragoza, pero los domingos de una escapada de un fin de semana ya pintan bien poco. Se va con prisas a los sitios, con la cabeza puesta en lo que viste e hiciste el viernes y el sábado, y mirando de reojo esa cuesta arriba llamada lunes. Nuestros domingos por la mañana son de sentarnos a las mesas de las terrazas con gafas de sol y cara de resaca, y paseamos en silencio por calles a los que ya no miras la placa con el nombre, como si viniésemos de un funeral. Es en esto en lo que pienso sobre la colcha.

Mi amigo, quizá por el sueño que está teniendo, murmura algo ininteligible, se remueve inquieto y se acerca a mí. No es la primera vez que dormimos juntos. Una vez, en pueblecito de la Serranía de Cuenca, me desperté en mitad de la madrugada porque se me había abrazado por detrás, metiéndome mano al paquete, llamando en sueños a su mujer. Me daría lo mismo si volviese a ocurrir. Me voy de Zaragoza con la despedida que quiero, con esa certeza de que todo lo que me ha pasado querré recordarlo siempre. Es lo que tienen las ciudades que cuentan con un árbol de enorme tronco agujereado al que asomarme.

Kike Parra

Escritor y profesor de RELEE

Comparte

1 comentario en «Poner mi mente al sol»

  1. Hola, Kike. Estoy leyendo Me Pillas en Mal Momento. Asombrado, enhorabuena. He querido saber algo de ti y tweeter me ha traído a este estupendo artículo.
    Talento puro tu libro.

    Responder

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.