Suele ocurrir que al principio comenzamos a escribir con muchísima pasión y ganas y, a medida que vamos tomando contacto con nuestras limitaciones (técnicas y de todo tipo) nos empezamos a frustrar, hasta llegar a un punto en que dudamos de nosotros mismos y de nuestra capacidad para seguir en el camino que con tanto ímpetu habíamos iniciado. Hay mucha gente que en ese punto justo decide tirar la toalla. Es un decir, porque mucha de esa gente al cabo de los años vuelve de nuevo a escribir, ya que se da cuenta de que casi más difícil que escribir es dejar de hacerlo (¿cómo dejar de ver la riqueza que aporta en tu vida?).
No me parece mal decidir que no es el momento de abrir un hueco para la escritura en tu vida (con mucho esfuerzo, porque cuesta mucho abrir huecos de libertad en el automatismo del día a día). Yo misma lo he hecho un montón de veces… y otras tantas he vuelto a la escritura como a los brazos de un entrañable y tempestuoso amante, con el que quieres estar (porque te hace sentir viva y humana) y a la vez quieres mandar lo más lejos posible (porque nunca, nunca, cumple con tus fantasiosas e irreales expectativas, y porque estar vivo implica sufrir y ver en detalle todas las imperfecciones de las que estamos hechos).
Lo que me parece inútil es achacar esa posible decisión a la falta de talento o a unas supuestas incapacidades imposibles de superar. Creo que resulta más sano admitir que no es el momento, que a uno no le compensa lo mal que lo pasa afrontando las limitaciones actuales, que no soporta no poder dedicar más tiempo a la escritura o lo que sea.
A veces creo que nos machacamos porque es más fácil eso que seguir trabajando, sin más, en aquello que nos gusta. Si le echamos la culpa a nuestra falta de talento, nos evitamos la responsabilidad y la disciplina de seguir aprendiendo día a día.
Personalmente no creo en el talento, aunque es una opinión como cualquier otra. En todos mis años de experiencia impartiendo clase, por delante de mí han pasado todo tipo de alumnos. Y la facilidad para la escritura (que es eso a lo que otros llaman talento) no garantizaba en absoluto que cierta persona avanzara en el aprendizaje y continuase escribiendo a lo largo de los años (que es lo que lleva, al fin y al cabo, a adquirir maestría en el oficio). Muchas de esas personas se quedaban en el camino simplemente por ser incapaces de ser autocríticas y de asumir sus debilidades. Otras estaban tan deslumbradas por ese buen hacer, por la facilidad con la que les fluían las palabras (tiene algo de hipnótica esa facilidad), que eran incapaces de detectar, entre todos esos fuegos artificiales, los puntos de mejora; a mí misma me resulta difícil ayudar a avanzar a las personas que tienen ese supuesto talento innato, porque su mismo talento nos vela a ambos el camino del aprendizaje.
Por el contrario, he visto avanzar de forma increíble a personas que no es ya que no tuviesen esa facilidad, sino que eran francamente torpes en su relación con el lenguaje. Y, sin embargo, a base de perseverancia, de escuchar con mucha atención, de darse de cabezazos ochenta mil veces (y las que hiciesen falta), de exprimirme como profesora y aclarar hasta el último resquicio de duda, de probar con diferentes estilos y personajes, etc., han acabado escribiendo buenísimos relatos. Creo, de hecho, que algunos escritores de renombre no poseían esa facilidad innata, pongamos como ejemplo a Pío Baroja, que tenía serias limitaciones estilísticas y cuyas obras, sin embargo, son interesantísimas.
Hay algo que en el aprendizaje nadie nos puede dar, ni el mejor de los profesores. Es la motivación. Cada uno se tiene que trabajar la suya, y esto tiene que ver con conocerse a uno mismo, detectar las trampas y zancadillas que se suele poner en la vida, aprender a relativizar, etc. Y a lo mejor hay un momento en que ni siquiera tiene sentido automotivarnos para escribir. Quizá necesitemos puntualmente la motivación para alguna otra cosa. Eso solo lo puede saber uno mismo.
Como profesora, lo que sí puedo hacer es animar a mi gente a que, cuando llega ese momento, no se rasgue las vestiduras ni se agarre a cuestiones como su supuesta incapacidad para la escritura. Esta actitud resulta muy dañina, y además es un daño inútil y engañoso. Resulta más útil —seamos pragmáticos con nuestras crisis, por favor, que tenemos para rato— llegar al fondo de la cuestión. El resultado final (sea que uno deje de escribir por un tiempo o no) será más fiable y eficaz.
Isabel Cañelles
100 recetas exprés para mejorar nuestros relatos
[/fusion_text]