Ya no era un adolescente cuando leí Lolita (1955), pero esta compleja y turbadora novela me dejó desconcertado durante bastante tiempo. De Nabokov (San Petersburgo 1899- Suiza 1977) había leído su obra posterior, Ada o el ardor (1969), que había disfrutado y me había interpelado, inquietado y extasiado, como solo lo saben hacer las grandes novelas. Para mí, su obra maestra.
En Lolita, más conocida pero quizás de no tanta calidad literaria, Nabokov plantea la atracción de Humbert, un hombre de mediana edad, por su hijastra adolescente de 12 años. Y menuda atracción, más bien obsesión, que le convierte en marioneta de sus deseos y sus celos, en un extraño juego de atracción-seducción, en el que no queda claro quién seduce a quién. Contar en 1955 las relaciones afectivas y sexuales de esta curiosa pareja, la todavía más extraña relación de Lolita con un personaje como Quilty (que le propone hacer una peli porno), y sus posteriores aventuras sentimentales siendo todavía una menor, supuso toda una provocación en la mojigata sociedad norteamericana de mediados del siglo XX.
La novela fue acusada de pedofilia, antes fue rechazada por cuatro editoriales, y tuvo que ser editada por un pequeño sello parisino especializado en obras eróticas. No estoy seguro de que pudiera publicarse hoy en día, y menos ser producida por un Hollywood cada día más políticamente correcto.
Algo se cocía, y muy rápido, en los años 50 del siglo pasado. Empezaba a sonar el Rock & Roll, aparecía la generación Beat, con novelas como On the Road (Kerouac, 1957), y el cine acusaba el macartismo, rodando películas como La ley del silencio, La noche del cazador o Sed de Mal.
Pero sobre todo, es en la década de los 60 cuando la mujer empieza a ocupar espacios que hasta entonces le estaban vedados, en el trabajo, en la sociedad, y también en las relaciones personales y sexuales. En este sentido, Lolita es una adolescente de los 50, y en algunos aspectos una precursora de esa generación de mujeres que salió en los 60 a reivindicar que quería ser libre y acabar con la sociedad patriarcal.
Stanley Kubrick (1928-1999), uno de los mejores directores de la historia, que ya había rodado obras maestras como Atraco perfecto, Senderos de Gloria o Espartaco, se atreve a rodar Lolita en 1962, al inicio de esa década que cambió definitivamente la cultura occidental.
Una buena película parte de un buen guión (el propio Nabokov adaptó su novela), y sigue con la elección de los actores, en este caso, unos inolvidables James Mason (Humbert), Sue Lyon (Lolita), y Shelley Winters (Charlotte, madre de Lolita). Sin olvidar las inquietantes apariciones de Peter Sellers en el papel de Quilty, que a más de una le quitó el sueño durante algún tiempo.
Una buena fotografía (Oswald Morris) y la maestría de Kubrick tras la cámara, rodando cada plano con una enorme sutileza, convierten a Lolita en una cinta de las que dejan huella.
Adrian Lyne, un correcto y aceptable director (Nueve semanas y media, Una proposición indecente, Atracción fatal), se atrevió (desafiar a Kubrick es atreverse mucho) a una nueva versión en 1997, contando nada menos que con Jeremy Irons en el papel de Humbert. Consiguió no naufragar, lo que ya es bastante.
Quedémonos con las Lolitas de Nabokov y Kubrick, dos grandes artistas del siglo XX que se atrevieron a explorar en las oscuras pasiones del ser humano, y que se volcaron en su trabajo de forma obsesiva, rebuscando en su interior, y mostrándolo como sólo lo saben hacer los grandes genios.
“Lolita, light of my life, fire of my loins. My sin, my soul” (Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía).
“Lo-lee-ta: the tip of de tongue taking a trip of three steps down the palate to tap, at three, on the teeth. Lo.Lee.Ta” (Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta).
Así empieza la novela, y así empieza la película. Pasen, lean, vean y disfruten, señoras y señores.
Mariano Baratech
Sociólogo y colaborador de RELEE