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La_vela_Muriel_Villanueva

La vela

La vela sin estrenar. Envuelta. Sobre el estante.

El final de la ceremonia en que celebrábamos que ya llegabas, hace dos semanas, y Alicia repartiendo las seis velas: para encenderlas a la vez cuando llegue el momento, cada una en su casa, dijo.

Dentro de poco Rosa y Mar encenderán las dos primeras, cuando reciban en sus móviles mi mensaje de madrugada: estoy de parto.

Yo miro mi vela y me digo que no la puedo encender porque nos vamos ya hacia el hospital y me excuso repitiéndome que la encenderé para darte la bienvenida a casa cuando ya hayas nacido.

Me he despertado a las dos y media y ya son las cuatro y llueve a cántaros y ya no tengo dudas sobre las contracciones: estas son las buenas.

Tu hermana, de tres años, está más despierta que nunca y se prepara para su aventura nocturna: irá a dormir, a seguir durmiendo, a casa de su amiga Lola, hija de quien fue su educadora, Laura.

Dentro de diecinueve días, mientras te escriba esta carta, me detendré a mirarte, despierto en mi regazo. Y comprobaré que estás vivo, como hago a cada rato desde que naciste. Y atisbaré una vez más la vela envuelta, que seguirá sobre el estante, que no se atreverá a celebrarte.

Laura nos espera en el portal y se abraza, abraza el frío, y nos abraza. Tu hermana baja del coche y le da la mano y las veo alejarse hacia el portal, de espaldas, y pienso que es la última vez que veo a mi hija única, tan valiente, que se me ha hecho tan mayor, y me abrazo a tu padre para no caer por la contracción que llega y lloro.

Llegamos a urgencias a las cinco y media. Nacerás en Tarragona, sí, un poco más lejos que ella. Pedí un cambio de hospital para que nazcas como quieres, de nalgas, como tu padre y tu abuelo. Me has hecho hacer un camino minado de moxa, acupuntura, yoga e inversiones y… El día que me cansé me senté a meditar, incienso y música, luz tenue, y escuché. Estabas tranquilo, me dijiste, y no pensabas girarte. Estoy bien, mamá. Y tu hermana nos dijo: dejad en paz a mi hermano, dejad de hacerle cosas para que se gire, que quiere nacer como papá. La moxa es un rollo fatal, decía. Y me di cuenta de que no habías sido tú quien me había hecho hacer y hacer y hacer, sino yo misma, y me di cuenta de que no hacía falta tanto, ni nada, solo escucharte. Al día siguiente llamé a nuestro hospital para anular la versión cefálica externa, que ya no me apetecía. Después busqué dónde podrías nacer como querías, como podías, sin obligarte a hacerlo antes de tiempo, sin sacarte por un agujero herida.

Me separan de papá. Le hacen esperar fuera. Me observan y sí, las condiciones son óptimas: dilato rápido, pesas poco y tienes la nuca bien colocada. Tu padre se cuela, no espera a que le inviten, y ya estamos juntos de nuevo. Epidural. Oxitocina. Intentémoslo, venga. Me he preparado para digerir una cesárea, si es necesario. No he venido a enfadarme ni a ganar ninguna batalla. He venido hasta aquí a asegurarme de que te respeto y me respeto, a intentar que nazcas por el canal vaginal. Y con eso me basta.

Estamos en la sala de partos, y es fría y tiemblo de frío, pero nos dejan solos y hay una ventana por donde puedo ver llover y cómo se va haciendo de día. Las dos ginecólogas entran y salen y me van mirando, con una cola de comadronas y enfermeras detrás: presentaciones plácidas, sonrisas blandas y alguna caricia dúctil en las rodillas. Todo va bien hasta media mañana y entonces nos estancamos. No bajas. Siento el bisturí de la cesárea en el cuello. Pero me anuncian una prórroga y abro los ojos, mucho, me dan una hora. Ya hace seis y media que he llegado, ya son las doce, el parto se ha estancado pero nos regalan una manta extra y una hora más. Una burbuja para ti y para mí, caduca pero lenta.

Cierro los ojos. Me giro de lado. Hace rato que me van girando porque cuando pujo boca arriba me mareo y ya he notado que cuando me giro y descanso puedo sentir las contracciones, aunque no el dolor. Tiemblo. Los dientes me castañean. Pienso en el miedo que tenía al parto, a que se me cayera el útero, a otra episiotomía. Pienso en todo lo que nos he hecho hacer, a ti y a mí, para invitarte a girar. Pienso en mis decisiones y en las miradas de algunos médicos. Pienso que ahora estamos aquí y que tenemos una hora, nuestra hora, y le digo a tu padre que no me hable ni me acaricie durante un rato. Visualizo como bajas y empujo suavemente, muy suave, no como me hacen pujar ellas, durante las contracciones. El sonido de tu corazón calla; el monitor te pierde, y te reencuentra cuando me lo hago deslizar tripa abajo. Este niño está bajando, le digo a papá. A menos cuarto entra una de las ginecólogas y me invita a empujar sola, así de lado, si es que siento las contracciones. No le digo que hace rato que lo hago, porque si hablo creo que petaré nuestra burbuja, tuya y mía. Ella sale. Seguimos. A la una entran con cara de derrota y el bisturí de la cesárea vuelve a mi glotis. Las dos Las dos ginecólogas y las comadronas y todas aquellas mujeres vestidas de hospital me miran sin ánimo y las veo tan cerca que siento que orbitan por mi círculo de mujeres, el corro de tu ceremonia, todas unidas por las muñecas con el hilo rojo que Ali y Ros desovillaron con tanta parsimonia. De repente se reaniman todas, los ojos les centellean y gritan: ¡parto! Y ya estás en la puerta, con el culo por delante, y todo pasa muy rápido. Empujar. El espejo. Ver mi vulva inmensa y tu cuerpecito a medio salir. Mi llanto eufórico, lo estamos haciendo, ¡lo estamos haciendo! El empuje final. Que salgas siguiendo a tus caderas, de golpe, todo de una. Entero y rápido. Los giros de tu cuerpecito para deshacer las vueltas de cordón que llevas en el cuello y que no has podido deshacer dentro de mí. Tu color lila. Tu peso muerto. Tu tono nulo. Tu silencio. Las manos que nos alejan. La incubadora. Nos lo llevamos a la UCI. No te vayas, Ausiàs, tú no. El recuerdo de tres abortos. Mi llanto hecho añicos. La placenta. Dos puntitos de nada. Tres horas sin veros y de pensarte muerto y de soñarte muriéndote y los whatsapps de papá que me va diciendo cómo lo llevas, que ya estás en una bandejita, que ya respiras solo, que te quieres arrancar la máscara, que ya sabes llorar, que ya tienes buen color. El consuelo de la enfermera, la celadora, el yogur de fresa, la silla de ruedas y tú. Tú, hijo. A mis brazos. No te vayas. Que no se te ocurra irte. Tardamos hasta las ocho de la tarde en conectarnos, pezón y boca, pero lo conseguimos, por supuesto que lo conseguimos. Has nacido de nalgas, Ausiàs, lo hemos hecho, y ahora no podrá con nosotros un pequeño bache en la lactancia, ¿verdad? Ni eso ni nada, nada de nada.

Y ahora ya estamos en casa y ya han pasado diecinueve días y te tengo en el regazo y compruebo que estás vivo, y escribo y reescribo tu nacimiento, pero no puedo entender que estás aquí, conmigo, y no me atrevo a encender la vela.
Y escribo y reescribo estas letras, esta carta para un Ausiàs ya adulto, y las exprimo esperando extraer la chispa que incendiará la mecha.

 

Muriel Villanueva

Alumna de los talleres de escritura de Relee

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