Ha de haber alguna razón oculta en el acto tan sencillo de pelar unas zanahorias. O en el de que mi pareja salga de casa y se deje la puerta abierta. Si pelo una hortaliza para luego comérmela, estoy obteniendo algo básico, lo que sé, lo evidente. Pero, ¿y el iceberg? ¿Peló Hemingway zanahorias alguna vez? O mejor aún: ¿Tuvo una idea para un cuento mientras pelaba las que le hacían falta para acompañar las truchas que había pescado en el río Irati?
Mi pareja ha salido de casa y, con las prisas, no ha cerrado la puerta. Eso la ha convertido en una de esas puertas que les dice a los extraños, Entra, no te quedes ahí parado. Un hueco de dos metros de altura por ochenta centímetros de ancho que se había colgado un cartel doble con tirantes, como esos que llevan quienes anuncian comercios donde se compra oro. Compro oro, pago inmediato. Ven, pasa. Pero yo estaba quitando la piel a las zanahorias, controlando que estuviera caliente el aceite de la sartén y con un ojo puesto en la entrada de casa. Compro oro. Y yo: Mira que dejarse la puerta abierta. Yo no quería que apareciera alguien y me encontrase con un cuchillo en una mano y una zanahoria en la otra. Pero perdí la apuesta y el deseo.
Ha entrado un ratón (los ratones de campo son pequeños y limpios, tienen el hocico rosáceo y los pies como los de los fetos cuando tienen muy pocas semanas, hasta parece que lleven guantes de silicona). Iba directo a meterse debajo del sofá. A los ratones les atraen los huecos del sofá igual que a mí me atraen las puertas abiertas. Lo primero que se me ha ocurrido ha sido lanzarle una de las dos cosas que sostenía: la carlota. No pases, no quiero comprar oro. Entonces he pensado: ¿Ves? Eso ocurre por dejar la puerta de casa abierta (si esta se encuentra en el campo). Y en ese instante es cuando he pensado en lo de la zanahoria y el acto de no cerrarla.
En el fondo soy un cascarrabias, y no me gusta serlo —todo a la vez—. Así que he intentado distraer mi cabeza. Me he dicho que no podía ser que “solo” estuviera pelando unas cuantas zanahorias. Igual que tiene que haber una razón más allá de lo evidente para que alguien se deje la puerta de casa abierta de par en par a la hora de marcharse. Si escribes vale la pena mucho dar vueltas a todos estos elementos.
Te das cuenta de cuánto sirve que alguien te rompa los esquemas, porque es como mostrarte algo que tú hubieras sido incapaz de ver por sí solo. Ese es el pensamiento que he tenido. Tan sencillo como: tú escribe, Kike, y deja la puerta abierta; si no lo haces es preferible que te dediques a preparar bizcochos para la merienda. Prueba a escribir con la puerta abierta. Hasta los ratones te pueden parecer adorables. Hasta es posible que te dé por echarte a tierra y mirar esos agujeros que hay debajo del sofá y que le gustan tanto.
Kike Parra
Escritor y profesor de RELEE