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Fig. #1: Swing con shinai

Podría ocurrir mañana, más o menos así:

En la calle Laurel de Madrid hay una escuela de swing. Existe una relación directa (y siniestra y cíclica) entre el swing y las crisis: el bailecito surge entre las ruinas y los escombros del delirio disparatado de los años veinte. Al mal tiempo, buena cara. Y sonrisas. Buena cara, sonrisas y mucho dejarse llevar. Corrijo: seguramente surgiera antes, pero tuvo que llegar el espléndido y emergente hombre blanco occidental para convertirlo en una cosa embalada, etiquetada y reproducible apta para el gran, enormísimo consumo.

Modo William Gaddis exaltado en soflama contra la pianola: desactivado.

En la calle Laurel de Madrid hay, en la otra acera y a unos treinta metros de la escuela de swing, un dojode kendo. Los shinaide bambú permiten ejecutar el arte de matar con una espada sin que la vida de los contrincantes corra verdadero peligro. Es un entrenamiento, un estudio, una práctica de la lucha real. Y morir en una simulación es de género bobo. Así que la espada no corta (ni pincha) y el ser humano que la maneja se embute en un equipo protector para evitar daños innecesarios (¡qué necesidad!). A lo sumo, un shinai mal conservado puede astillarse, y si la astilla termina en el ojo puede llegar a ser molesta.

Ocurre que:

Cuando uno pasa junto a la cristalera de la escuela de swing, no puede ignorar esa música juguetona de big band, ese taconeo que hace sonar la piel de las suelas de unos zapatos novísimos sobre el parqué o ese rechinar de las zapatillas deportivas de quien aún no se atreve a profesionalizar su calzado. Por encima de todo están las carcajadas, el jolgorio y las confidencias entre el líder y su follower (aunque laxa y dilatada, en este baile se contempla subordinación). Son ininteligibles, pero combinadas con esas muecas hiperbólicas llegan a la acera convertidas en una pasta gelatinosa de complacencia y sobreactuación.

En cambio, si ese uno camina lo suficiente calle arriba:

Entonces las trompetas, los metales, los trombones, el bajo y la batería se apagan para dejar su sitio a unos restallidos agudos que siempre son el remate de una expectoración sonora inarticulada, algo parecido a lo que gritaría el mudo que, al fin, ha conseguido decir algo. Eso (voz primaria, expresión elemental) ha de amedrentar al rival, inquieto frente a semejante bramido desbocado. Réplica: grito impreciso y enérgico, indistinguible del asociado al ataque previo. La madera de bambú, en el choque, produce un sonido parecido al de un látigo. Uno cree que mucha gente cree que ese men-uchifrontal en la cabeza es propio de la mismísima Uma Thurman. Pero ahí no hay sangre ni chándales amarillos; ahí no hay nada tan sexy como esos rasguños en nariz y frente.

Cinco o seis pasos en sentido inverso llevan a uno a descubrir que:

A medio camino entre los locales, los dos dedos de Django Reinhardt sobre la guitarra son respaldados por berridos emparejados que sirven de aliento vocal para la banda; sus músicos cuentan ahí con una sección adicional de ritmo en la que el bambú se siente amortiguado y menos crepitante al golpear quizás sobre una superficie mullida. El palique de uno de los bailarines llega agitado para reprochar que su contrincante le ha golpeado en la espalda aprovechando un double tuck turny que el kendo no admite ese tipo de kata. Con un kiaigutural, este le recuerda que, como líder en la pareja de swing, debería saber que ese paso es típico del lindy hop, baile absurdo e incongruente para acompañar a la música de un gitano belga y que, claro, la vueltecita no entraba en los planes de su sable de madera.

Podría ocurrir que uno decidiese escrutar esa sección de la calle para averiguar el origen de todo ese alboroto y agacharse, convencido de que:

La escena tiene lugar en ese semisótano del que solo asoma el vidrio sucio de un tragaluz y los barrotes color café que lo protegen. Uno ha de tumbarse para ver algo de lo que sucede sobre la tarima flotante abombada por la humedad. El luchador tropieza con uno de los listones levantados y cae sobre el bailarín, que se ríe como queriendo expresar un «hay que ver qué torpes». El topetazo de los cuerpos levanta una polvareda y hace que varias escamas del tamaño de una mano se desprendan de una de las paredes. Acercándose lo suficiente, uno puede escuchar los crujidos de las vigas afectadas por la carcoma. La pareja se levanta y decide intercambiar los roles para que la horizontalidad de la práctica siga incólume. El luchador manda: levanta el shinai en un plano perpendicular a su cabeza y el bailarín entiende que es el momento perfecto para quitarse la gorra Gatsby y sostenerla entre las manos frente a su cara mientras contonea la cadera. El vaivén de la música le invita a estirar los brazos en actitud juguetona y alejar la gorra, que queda con la visera mirando hacia el líder. Sus pies pivotan. Desde detrás de su máscara protectora, el luchador le dice «eso es más bien twist» y el bailarín ríe, levanta los hombros y repone que vale todo, que no hay reglas, que el secreto está en que sea la música quien dicte, que mientras la pareja esté conectada la libertad es lo primero, que así uno se siente bien. Y se siente bien de veras. El shinaidesciende y arrastra una lámpara de araña a la que le faltan tres brazos. Se escucha el golpe seco de la madera de bambú sobre el fieltro de la gorra que termina estampada contra el suelo. El ruido del sable sobre los listones flotantes es un anticipo del impacto de la lámpara, que cae entre bailarín y kendoka. Un trozo de escayola golpea en la nuca de alguien que parece un monitor, alguien que mira orgulloso desde la puerta.

Asentimiento. Sonrisa. Beneplácito. Una sesión redonda.

Uno piensa que, de ocurrir así mañana, la pareja se saludaría al final de la canción de Django Reinhardt. En ese caso, la pareja saldría del semisótano en el que dejaría los cascotes y la amenaza de derribo, el hundimiento inminente que jamás podría afectar a lo que sucede en ese exterior sereno, en esa anhelada bonanza a la que se dirigirían para beber algo juntos, para descubrir al fin sus nombres y sortear el cuerpo flácido del tipo que disimula junto al tragaluz de un local que quizás nunca fue.

 

Jesús Barrio

Autor de «Lo que no está»

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