Hace muchos muchos años, me entretenía esperando a que terminase la lavadora en una lavandería ubicada en un barrio bastante malo de Los Ángeles, leyendo La vida exagerada de Martín Romaña cuando llegué al siguiente párrafo:
Me enteré por la señorita que vino trayéndome un desayuno helado, sucio y pésimo: mi habitación no era “una” habitación con baño, era “la” habitación con baño, la única habitación con baño de todo el operatorio. Y eso era lo que el carnicero de Logroño llamaba el reglamento, claro el único “reglamento” que hay.
(La exagerada vida de Martín Romaña, pág. 488)
Dos segundos después me estaba muriendo de la risa, cinco segundos después me seguía riendo pero ya me había caído del banco y estaba tirado por los suelos de la lavandería en contacto con bacterias superdotadas y treinta segundos después, mientras yo seguía riéndome en el suelo, todo el mundo en aquella lavandería (hasta las bacterias superdotadas) estaba convencido de que yo estaba completamente loco.
Sé que la literatura de humor no tiene buena prensa. Es un “género menor”, un “divertimento” del que queda mal hablar en las tertulias literarias y, desde luego, un horror para cualquiera que quiera tomarse esto de la literatura en serio. Sin embargo, yo no puedo evitar pensar que si un escritor es capaz de, usando únicamente el lenguaje, tirarme al suelo, ponerme en contacto con súperorganismos mutantes en contra de mi propia voluntad y que yo encima lo recuerde como uno de los momentos más divertidos de mi vida, ese escritor, diga lo que diga la crítica, tiene un mérito enorme.
Naturalmente, esto del humor es muy subjetivo: habrá a quien le mate de la risa Bryce Echenique y quien prefiera Wodehouse o Tom Sharpe; habrá quien sea más de Pepe Colubí y quien sea más de Casciari.
Pero creo que merece la pena abrir una vez al mes un espacio en este blog, cuyo título homenajea de forma obvia a la novela de Bryce Echenique, para discutir sobre lo gracioso y lo guarro, lo divertido y lo soez; siempre hablando no muy en serio y, desde luego, sin ningún ánimo de sentar cátedra porque –eso lo sabía muy bien Martín Romaña– a la que alguien se pone a sentar cátedra le aparecen unos zapatitos limpios, muy limpios, demasiado limpios como para ser honrados, y se le pone a uno cara de catedrático.
Y no queremos que me pase eso ¿verdad?
Jaime Bartolomé
Guionista, director de cine y colaborador de RELEE