Un personaje incómodo te mete el dedo en el ojo y no lo tiras de casa. La vida no es siempre un espejismo, pero cuando lo es, parece que esté llena de Navidad y de comidas familiares en domingo. Solo tuvimos que ir el pasado viernes a Malasaña para despejar dudas: estaba repleto de personajes incómodos, sin ficha policial ni correas con que atarlos. Cuando llegué a Cervantes y Compañía ya no quedaban sillas libres, había gente sentada en las escaleras, gente de pie o asomadas sonrientes en el altillo. El ambiente era como de pub irlandés donde los abrigos cuelgan en cien sitios y todo el mundo charlan con todos como si tuviera una Guiness en la mano. La cerveza imaginaria sirve para ahuyentar tanto fantasmas como vidas incómodas. Isabel Cañelles llegó vestida de rojo (es ver a una mujer con abrigo rojo y vestido rojo e imaginarme inmediatamente a Caperucita roja, igual que es ver a un hombre con un abrigo de lana marrón, jaspeado con grises, y barba y pelo revuelto, e imaginarse inmediatamente a Ray Loriga), bueno, llegó Isabel sin caperucita y sus hijos de smoking y de fotógrafo, como dos actores a punto de triunfar. Isabel no tiene demasiado amor al micro y sí con las palabras. El escritor José Ovejero abrió la jaula en la que estaban los lobos, y aunque alguien, con muy buen tino para sacar una carcajada, canturreó el “Baila el chipi-chipi, baila el chipi-chipi”, todos supimos que el libro no escondía ninguna coreografía festiva. Los autores nos reunimos al fondo a la izquierda, entre libros de ensayos y estupendos libros feministas, viéndoles las orejas peludas a esos personajes incómodos cada vez que alguien tomaba la palabra y leía unas líneas de su relato. En ese momento miré las caras de quienes había a mi alrededor y me vi entre escritores, escritores a quienes les habían publicado un texto por primera vez, escritores a los que no pararán ya de publicarles, incluso la de una escritora que va en dirección contraria a las alfombras rojas o a saraos sin alfombra. Hay mujeres que no necesitan ser madres, igual que hay quien escribe y no desea publicar. La vida es así de verde y maravillosa. Nos hicimos fotos y sonreímos. Todos lo hacemos una vez perpetrado el crimen. Para disimular, para que no se note que lo que escribimos, lo que ahora está impreso y a la vista, no ha quedado tan atrás como decimos. “Ese de ahí no soy yo” podría ser candidata a “La frase que menos tendría que salir de la boca de un escritor de ficción”. En ocasiones me asusto a mí mismo. Duermo conmigo, pero si me miro desde fuera, me doy miedo. Por eso voy a las esquinas y observo a la gente y así parece que me olvido un rato de mí. Elegí el rincón de los cuentos.
La gente iba y venía con sus libros en las manos, y esos libros naranjas se me antojaron sonajeros, los sonajeros con los que los hijos despiertan a uno de la plácida siesta de verano. Escribí unas cuantas dedicatorias y fui testigo de cómo Daniel Monedero (siempre elegante, vaya o no con gafas de sol) firmaba el primer ejemplar de la segunda edición de su “Manual de jardinería (para gente sin jardín)”, a Lola Moreno, una de esas personas que es capaz de dar luz a un paisaje después de un desastre nuclear. Hay jardines incómodos y gente que lo sabe y se compra este libro al saber que es una buena opción para seguir oliendo a vainilla sin tener que mancharse las manos de tierra. Recuerdo que imaginé que alguien, para asistir a la presentación, cruzaba un océano, y sucedió. Imaginé que un hombre le daba las gracias a su marido por estar a su lado en un día como este, y sucedió. Imaginé que Berna Wang llegaba antes de lo que me había dicho, y sucedió. Imaginé que Mariano Baratech y yo hablábamos de una novela futura, y no sucedió, así que algún día me presentaré en su casa con un pavo real bajo el brazo, brillante y colorido, y tendremos esta conversación pendiente. Imaginé que le contaba a Ángeles Lorenzo todas las historias (al menos son cuatro) que hay detrás del relato que tengo en esta antología, y sucedió. Lo que no había imaginado fue lo que pasó durante mis cinco últimos minutos en la librería, cuando Óscar G. Tobías me dejó un rotulador para que firmase en la pared de las dedicatorias, esa que hay cuando bajas a la cueva mientras vas pensando que las librerías buenas están repletas de recovecos. “Firma donde quieras. Puedes hacerlo junto a Don Delillo… Mira, ahí está Jesús Carrasco”. Y me dejó solo frente a ese muro encalado y sin lamentaciones. Ya se empezaban a apagar las luces. Salí a la calle y me pareció que las cosas eran como antes: seguía estando cómodo entre incómodos, e incómodo entre cómodos. Se podía apresar el frío, ver las tentativas de calentarse con cerveza o vino o nuggets de pollo. Había abrigos oscuros, bufandas grises, ojos igual de oscuros que los que aparecen en algunos poemas. Había escritores que van a otra velocidad y que cruzan el mar sobre un piano. Había una mujer cuyo nombre coincidía exactamente con el de la portada de una novela publicada hace muy poco y a quien no identifiqué como esa escritora que es. Había un hombre que cargaba una ciudad a su espalda. Una poeta que podría haber vivido perfectamente en los años veinte y hubiera fumado esos cigarros en boquilla estilizada por las escaleras de mármol de un palacio parisino. Edu Cano y su pipa hacían de la calle un lugar más fumable y, mientras, le daba vueltas a cómo sería esa sesión de fotos que tenemos pendiente. Hará falta una Vespa, pero eso será ya más adelante. No hay fotografías de esto, pero sí imágenes escritas (menos mal que Kodak no ha podido nunca apropiarse de este filón). Ocurre lo mismo con los personajes incómodos. Son difíciles de retratar, pero esta antología los tiene bien identificados. Pueden salir a nuestro encuentro cualquier tarde de viernes o del día que sea, en Malasaña o en cualquier otro barrio, por mucho que la bola de nieve navideña siga engrosándose y Delillo sea un cometa inalcanzable que pasó una tarde de verano por Cervantes y Compañía con una gorra para el sol.
Kike Parra
Escritor y profesor de RELEE