Por Alberto L. Lezcano, periodista, escritor y colaborador de RELEE.
El novelista y poeta José Luis de Juan traza un ejercicio de retrospectiva tempo-espacial en su último libro Obra muerta.
Sobre los lectores que se asomen a estas líneas: me pregunto con qué frecuencia han sucumbido a los encantos de Dionisio. Sí, he dicho bien. La cuestión radica en saber cuántas noches se han liberado ustedes en los sueños de sus instintos, trabas y controles que ejerce la actividad social diurna para asomarse a un abismo, en ocasiones telúrico (entendido como desconocido), y en otras nostálgico. Con pretensión indiscreta y yendo al grano, querría conocer cuán a menudo hacen de una noche insomne un pasaje ribeteado con la memoria de su vida. En cualquier caso, mientras dilucidan la respuesta, recurro a mi hemisferio derecho; a la Memoria de la que hacen uso Michel de Montaigne, Jorge Luis Borges, Juan Marsé, Carlos Marzal o Joan Margarit para emancipar su obra de la maraña. En aras de una mejor comprensión, recurro a una literatura que, pretextada por el anterior nombre común en mayúsculas, recomiendo encarecidamente.
Sin intención viperina, aunque con intención, he separado de la citada lista a un escritor, con la finalidad de otorgarle un estrado especial. Es José Luis de Juan (Palma de Mallorca, 1956). Y su recién Obra muerta (minúscula) bien lo merece. Entremos en materia. Este relato supone a mi entender un excelente ejercicio de retrospectiva; una ojeada desde la sombra taciturna e interior – y no pretendo acuñar aquí lo último de Millás – al pasado del narrador (cuya voz biográfica en primera persona podría coincidir con la de José Luis de Juan); a sus variopintas amistades de juventud; a las tantas cosas que han cambiado de una época que el mismo protagonista reconoce no parecer la suya.
Una noche, un periodista recién llegado a casa de la redacción y sin sueño y el recuerdo a los amigos de otro tiempo. Así comienza este relato. Con fugaz pero intensa narración, y como si de una relación maestro-alumno se tratara, que recuerda a la wodehousiana de tío Fred y su sobrino Pongo en Tío Fred en Primavera, se nos introduce en las hazañas vitales del narrador y de Pablo Romeo, un ex marinero mujeriego que ahora se dedica a redactar partes del tiempo y quien en pocas semanas pasó de ser “un hombre amable y formal a un estado de depresión alcohólica”. Léanla y sabrán por qué. No obstante, las estrictas exigencias del guión sí me permiten decir: una personalidad caótica e impactante que no les pasará desapercibida y a la que querrán volver.
Sigue el relato con un viaje a Bolonia y el encuentro con otro amigo, Chris Tango, un adicto a la prensa y gran aficionado al envío de postales sea cual sea la ciudad en la que esté. Incluso alguien de difícil arraigo a quien no parecen satisfacerle las cosas duraderas y que sufre un arrebato inolvidable. Aparecen, también, en este libro de ciento ocho páginas las ciudades de Londres, París y Palma. Y tras ello, entran en escena Joan Delta, un melenas a lo Jimmy Hendrix, y Oskar Isumi (un estudiante japonés que aparece en la Barcelona franquista fascinado por Pío Baroja), quienes nos llevan a reflexionar sobre el duelo derivado del conocimiento de una muerte en retrospectiva.
Que José Luis de Juan sea compañero de este periódico no implica que yo haya escrito bajo presión o soborno. Al contrario, su capacidad magistral de homenajear a la memoria, junto con la hilarante descripción de los personajes vertiginosos de sus obras, ha hecho inevitable que lo hiciera.
Publicado en el cuaderno cultural Bellver (Diario de Mallorca) el 2 de junio de 2016.