Autora: Laura Erre
Siempre recordaré la primera vez que pisé la estación de Yaroslavsky.
Se estrenaba el mes de agosto. Los andenes estaban repletos de operarios y viajeros venidos de todos los rincones de Moscú. Los unos, tiznados de carbón, cargando el ganado -con el que convivirían durante los treinta días que duraba el trayecto completo- en los vagones de servicio. Los otros, buscando apresuradamente compartimentos vacíos que llenar con las enormes bolsas y maletas que portaban, bajo las que parecían trágicas marionetas a punto de destartalarse. Y yo, un mocoso raquítico que apenas levantaba cinco palmos del suelo, solo entre la multitud, aturdido por el giro que estaba tomando mi vida.
En mi noveno cumpleaños, tú me habías reclamado: me sacarías del campo y me pagarías dos kopeks por cada jornada de trabajo.
Mi madre me envío sin dudar(…) para que hicieras de mi un hombre de provecho. Quinientos kilómetros entre desconocidos, sentado en su estiércol.
Mi madre me envió contigo sin dudar.
En carromato desde Kalínovka, tío Slash, para que hicieras de mi un hombre de provecho. Quinientos kilómetros entre desconocidos, tirado por mulas y sentado en su estiércol. Veinte jornadas cruzando valles, ríos y montañas en un carro de madera, tío Slash, casi los mismos que tardaría tu tren en atravesar la Rusia imperial.
Pero, por fin, allí estaba yo, en la cabecera de la recién estrenada línea del Transiberiano, con la única referencia de que buscara el tren más extenso e imponente, el Rossía, y al enorme cosaco que lo manejaba, al que encontraría, sí o sí, junto a su caldera.
Yo, que te habría visto nueve veces en mi vida, una por cumpleaños, solo te recordaba por, como mucho, las últimas tres. Y por nada en concreto. Miento: por tu enarbolada oratoria zarista y por la colección de vagones de tren que me fuiste regalando año tras año, piezas inútiles con las que mi padre, desde la distancia, me prohibía jugar.
Por supuesto que, cuando comprendí que iría a trabajar contigo, les hice hueco en mi maleta. Y, para que parecieran un convoy, los anudé entre sí con uno de esos hilos blancos de zurcido que usaba mamá. Quería impresionarte.
Así que comprenderás que cuando al fin te encontré en el andén, perfectamente uniformado, lamiendo el pañuelo y frotando los apliques de la locomotora del Rossía, no dudé en sacarlos y, ¡tío Slash!, gritando tu nombre, agitarlos en el aire para que te sintieras halagado.
Que se desprendieran del hilo y salieran despedidos golpeándote fatalmente la cabeza fue un accidente, lo juré entonces y lo mantengo ahora.
En cualquier caso, aunque volví a Kalínovka y durante una larga temporada me obligaron a asistir a la escuela parroquial, hoy que, inaugurando el metro de Moscú, he sido yo el que ha regalado trenecitos a los hijos de los funcionarios, es el momento de decirte que ni por tus vagones ni por cualquier otra cosa te guardo rencor.
Nikita S. Kruschev
Moscú, 15 de mayo de 1935