Por Alberto L. Lezcano, periodista, escritor y colaborador de RELEE.
Entrar en Oxford supone una vez más viajar en el tiempo; ser partícipe de una obra teatral cuyo amplio reparto queda engalanado por la majestuosidad de la escenografía, los muros centenarios de esta ciudad que tanta vida esconden. Es trasladarse por un instante a los excepcionales jardines y salones palaciegos de Retorno a Brideshead (Evelyn Waugh) o situarse en la resolución grotesca de algún embrollo de Bertie Wooster, elegante personaje aristócrata, aunque holgazán, de Wodehouse. O, barriendo para casa, jugar con la mente y sugerir inevitablemente la potencial potestad por la que, Javier Marías y nuestro mallorquín y experto lingüista Joan Mascaró i Fornés, como anglófilos y residentes oxonienses significados, puedan (este último desde el más allá) autorizar a sus compatriotas el acceso a esta ciudad. Todo ello se escuda en el concepto tiempo. Unos hechos que configuran un tránsito de segundos y que cual allegretto grazioso hoy no llegamos a digerir por la premura diaria de actuar sin pensar, hacer sin saber y deshacer ya habiendo errado. Las siguientes líneas pretenden hablar de un concepto cuya importancia ha sido casi olvidada, sin tamizar, apagada: el Tiempo. El marco inigualable, la ciudad inglesa de Oxford, que más allá de ser literatura y excelencia es el embelesamiento del Arte y la Música.
El ojo de Yoko Ono (1966) parpadea con parsimonia en la proyección televisiva en colores binarios. Cada consecución de segundos de espera lleva al espectador a cavilar sobre lo que ve. A acercarse al yo más profundo de la artista y a congelar por unos instantes el incesante galope del tiempo. Pensemos sobre ello durante unos segundos. A continuación, Douglas Gordon ralentiza Psicosis y alarga su duración a 24 horas, permitiendo su visualización a todo aquel interesado. Pero el público se desentiende de ello. El fracaso es rotundo. Sigamos. Esculturas de papel minimalistas fotografiadas pretenden prolongar en el tiempo lo efímero, plasmar estáticamente durante un momento el encuadre de la fotografía y poner en tela de juicio la rapidez que alienta nuestras vidas. Viola Yesiltaç, su artífice, agradece al público que por unos segundos preste atención al detalle. Ironía, aunque necesaria. Hay más. Un cajón de madera decapado y lleno de libros simboliza que en un segundo se pueden destruir años de Pensamiento. Acto seguido, una vitrina de cristal atravesada por una bombilla y dos libros critica ferozmente a Occidente su unidireccional condición de Juez del Tiempo. Detengámonos por un instante. Una filmación magistral ambientada con el sonido estridente del zoom in y zoom out de insectos encapsulados en ámbar y grabados microscópicamente nos recuerda que ellos llegaron a la Tierra antes que nosotros y a la vez supone un elogio a la percepción del detalle, al sosiego necesario y buscado que en estos días anhelamos. La anterior enumeración forma parte de la exposición ‘El presente indivisible’, con motivo de los cincuenta años de vida de la Modern Art de Oxford (Pembroke Street).
Es tiempo de auditorio. La violinista china Vera Tsu encandila al público como solista. Su prodigio para interpretar a su paisano Li Huanzhi (1919-2000) se basa en la transparencia sonora y en la fulgurante belleza del sonido emanado de su genial técnica. Son unos pocos minutos los necesarios para encumbrarla en el tiempo, el que a su vez ella ha necesitado para alcanzar su buen momento artístico. Como ya ocurriera en los años ochenta, cuando atrajo la atención de maestros como Isaac Stern, Seiji Ozawa o Yehudi Menuhin, el pasado sábado Tsu recibió todos los halagos en el Sheldonian Theatre. La célebre violinista compartía aforo con la Orquesta Filarmónica de Oxford, que cuidadosamente se limitaba a acompañar a la cotizada solista. El repertorio, la octava sinfonía de Dvorák en sol mayor, el concierto para violín número uno en sol menor de Bruch y la Obertura del Festival de Primavera compuesta por Huanzhi, parte ésta donde se consigue encandilar eficazmente al público con los contrastes del violín y la percusión. Tras algunos pasajes donde se denota la complicidad entre los músicos, un violoncelo, un oboe y una trompeta se unen para trasladar al público – como bien recordaba Antoni Pizà en este mismo suplemento hace unas semanas – al momento en que la música europea entró en China en el siglo XVII, cuando un misionero jesuita regaló un clavecín al emperador. ¡Glorioso Tiempo en que Arte y Música nos transmiten emociones para que la Cultura quede impregnada y trascendida!
Publicado en el cuaderno cultural Bellver (Diario de Mallorca) el 31 de marzo de 2016