Por Eloy Tizón, escritor y profesor de RELEE
Mi lectura de La condición animal de Valeria Correa Fiz, «un libro que aúlla educadamente».
En este libro hay muchachas que se pintan de rojo los labios con sangre de gato. Alfileres clavados en la carne pálida de otra muchacha, dentro de los probadores y sus multiplicaciones de espejos. Frigoríficos que electrocutan niños. Alguien que lee el porvenir en las líneas de una mano amputada. De repente llueven ranas.
En La condicion animal, primer libro de relatos de Valeria Correa Fiz, hay todo eso, y también un sentido de la belleza ritual y de la crueldad refinada muy japonesas, lo que le permite narrar barbaridades sin que le tiemble el pulso. Estamos ante una mente capaz de combinar la dulzura de un kimono o un almendro en flor con el destello quirúrgico de las pinzas de un ginecólogo.
La sensibilidad de Valeria es muy cinematográfica; pertenece al mismo orden del discurso que aquella escena de la película Repulsión de Roman Polanski, en la que Catherine Deneuve trabaja de manicura en un centro de estética de clase alta, hasta que un día se le nubla el juicio y, sin venir a cuento, hiere o mutila la mano de una de sus clientas. ¿Por qué lo hace? No llegamos a saberlo. Tampoco sabremos nunca por qué, como escribe Valeria, «era tan fácil herir con la ternura como con cualquier otra cosa».
La ternura como arma. Diría que La condición animal es un libro que aúlla educadamente. La mano de Valeria crea tensión y estira el tiempo para recordarnos que el miedo es lento. El miedo no se apresura. Cuanto más lento, más miedo es. Y este es un libro lento, lleno de pausas, no corre, se toma su tiempo para decir su noche y el bosque que lleva dentro. O, para expresarlo en sus propios términos: «Qué asco, qué grandísimo asco es la felicidad». Despacio, cada vez más despacio. Sobrecoge por su fiereza. Asusta. Es una máquina de temblar. Pero no asusta por su condición animal. Lo que asusta de él, como siempre, es su condición humana.
Publicado en El Cultural de El Mundo, 23/9/2016