Un punto muy interesante del camino del aprendizaje es el del «qué dirán», la autoimagen del escritor, ese límite doloroso al que inevitablemente llegamos —tarde o temprano— con la escritura. La escritura, si somos honestos y vamos ahondando cada vez más (es decir, si mantenemos en marcha el motor de la creatividad), nos desnuda. En nuestra vida diaria podemos creernos personas flexibles, sinceras, desinhibidas, valerosas, auténticas, desinteresadas…, en fin, vestirnos con todas las cualidades que se nos ocurra. Todo eso es papel mojado a la hora de escribir; precisamente, escribir es extender los tentáculos hacia nuestras limitaciones, y entonces tocaremos nuestra torpeza, nuestra introversión, los miedos, la vergüenza, la tensión, nuestro autoengaño… todo eso que linda con nuestras cualidades.
Al profundizar en un relato o en una novela, siempre habrá un punto en el que no queramos ahondar más porque sentimos, consciente o inconscientemente, que nuestro sistema de creencias y nuestra identidad están en juego. Ir más allá, entonces, nos provoca el mismo vértigo que tirarnos de un décimo piso. Escribimos, de hecho, para llegar ahí, pero nos hacemos los tontos, y cuando llega el momento de la verdad lo único que queremos es salir huyendo.
No obstante, ir cada vez más allá en ese punto en que nos sentimos en peligro es a lo que estamos aprendiendo (es un aprendizaje que no se acaba nunca); cuando lo sobrepasas cada una de las veces te das cuenta de que no se acababa el mundo, de que tus miedos eran irreales, de que estaban hinchados como un globo tras pincharlo con un alfiler.
No es fácil adquirir confianza suficiente para ir más allá de los propios límites con el simple alfiler de nuestra escritura desenvainado frente a los terribles monstruos que nos acechan. No es fácil, pero es el más emocionante de los viajes que podemos emprender.
Isabel Cañelles
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