Cada vez que comienzan las clases, con los grupos antiguos (aquellos con los que llevo trabajando uno, dos, tres, cuatro años o más) la imagen que se me viene a la cabeza (robada a Leonard Cohen de su canción Bird on the wire) es la de unos cuantos pájaros prendidos con sus patitas en un cable, algo inquietos, como esperando algo, no saben muy bien qué…
Y creo saber de dónde viene esta sensación. Estamos acostumbrados a la forma de aprender que nos inculcaron desde pequeñitos: hay un montón de conocimiento ahí fuera que hay que ir cogiendo (de los que saben) e introduciendo (a veces como un supositorio) en nuestro interior. Pero yo suelo enseñar de un modo inverso, de manera que nos vamos acostumbrando a que no es hacia fuera hacia donde hemos de mirar, sino hacia dentro, porque es ahí donde está la fuente del conocimiento para el escritor. Sería como la diferencia entre irse poniendo abrigos uno encima de otro hasta acabar asfixiados (ese es el sistema del aprendizaje tradicional) o irse desnudando poco a poco para poder correr por la playa y bañarse en la inmensidad del mar.
En los grupos nuevos o de iniciación, como los alumnos y alumnas suelen venir acostumbrados a un sistema convencional de enseñanza (es decir, de fuera adentro), hay que amoldarse en alguna medida a ese sistema, y entonces establezco reglas y entregas, propuestas semanales o quincenales, lecturas mensuales, análisis y comentarios emplazados y rigurosos. Mucha parafernalia que encubre un mensaje de libertad. Y no porque crea que así hay que enseñar, sino porque así estamos acostumbrados a aprender. Es como si estuviésemos habituados a vivir en un campo de concentración desde que éramos niños; salir de golpe a la vastedad de un campo abierto podría resultar traumático y contraproducente. Sin embargo, poco a poco sí se puede ir abriendo el cerco y dando pasitos hacia una mayor expansión, gracias a ese mensaje encriptado de libertad.
Y de pronto llega un año en que ya casi no hay reglas. Y claro, eso da un poquito de vértigo, porque hay una parte de nosotros que quiere mantener el control, que quiere que el conocimiento sea cuantificable y etiquetable, que se componga de pautas claras y fórmulas lógicas, que se divida en el tiempo y se lo evalúe, que nos venga dado de fuera —a ser posible muerto— para no correr ningún riesgo ni cargar con ninguna responsabilidad. Y esa parte de nosotros se siente tremendamente insegura (como un polluelo de gorrión en un cable de alta tensión) sin unas coordenadas claras y con un exceso de libertad.
Pero resulta que es con eso (con el presente, con la libertad, con la falta de coordenadas) precisamente con lo que nos toca trabajar en las etapas finales del camino, para que en un momento dado nos demos cuenta de que, sorpresivamente, ni nos hemos electrocutado ni nos hemos estrellado. De que somos perfectamente capaces de planear en el aire oteando el paisaje, manteniendo una mirada abierta y a la vez precisa sobre nuestro propio proceso creativo. Y para entonces, claro, ya nos podremos llamar «escritores».
Así que yo no tengo nada, absolutamente nada que enseñar, sino que solo voy desvelando lo que nace del interior de los alumnos y alumnas. Según el filósofo Heidegger, el mal poeta sería el que trata de poner, imponer o superponer las palabras sobre las cosas, mientras que el buen poeta sería aquel que sabe regalar las palabras a las cosas, que desaparece de una forma muy personal en favor de las cosas. Esa forma muy personal de desaparecer en favor de las cosas es la que cada escritor ha de ir desvelando. Y es a lo que yo trato de ayudar a mis alumnos y alumnas.
Aunque en principio, ahora, estamos aquí, agarrados al cable, muertos de miedo, inseguros. Y es con esa inseguridad y en ese terreno resbaladizo en el que hemos de movernos, en el terreno del presente y del miedo a la libertad, un pálpito estimulante y creativo. El grupo es la red, o la apariencia de red, y mi papel es estar ahí, atenta a todo lo que va surgiendo, porque todo lo que vaya surgiendo en el presente será material aprovechable para el curso, para que cada uno adquiera confianza y, cuando llegue el momento, alce el vuelo en solitario. Porque llegará un momento en que comprendamos que la compañía o la soledad la llevamos dentro, que tampoco eso viene de fuera; que no hay —de hecho— ni fuera ni dentro ni cable que valga, sino solo un cielo abierto y acogedor.