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Apuntes de un desnudo

Alguien lleno de temores y de inseguridades, ese soy yo cuando doy por concluido un texto. Me salva —y me asombra igualmente— que no suceda al principio. La página en blanco se vuelve una superficie refractante y escupe esa plaga de imperfecciones. Justo ayer estuve hablando de este asunto con un artista gráfico al que acababa de conocer. Tras dos frases: “Hola, encantado” y “Me parece fascinante la portada que has hecho para el libro”, le digo, “Cuando termino de escribir, tengo miedo de no haberlo hecho bien, de no llegar al sitio que quería. Pienso en todos los cambios que mi mente ha imaginado, las estructuras mentales que he ido trabajando durante meses, en si se notará o no la evolución en mi estilo, en si “será bueno” lo que he escrito… y no dejo de tener miedo. Aunque luego me digo que eso que he escrito es lo mejor que he podido hacer”.

Luego está el temor a desnudarse. Es pura anécdota las veces que habré sido personaje de mis cuentos. Extraigo mis historias de esa realidad que se ha pegado a mí (como esas etiquetas con el precio de los libros, y que tanto cuestan arrancar). Por ejemplo, la que tuve que despegar para ver qué había debajo de lo que luego se convirtió en “Amor de derribo”, el relato con el que participé en Incómodos (Relee, 2016). Este relato tiene un personaje verdaderamente incómodo: un hombre soltero que se enamora de un chico de once años.

No conozco a ningún pederasta ni me he enamorado de un hombre como lo he estado de algunas mujeres. Sí que me relacioné con personas —hombres— de los que “la gente” recelaba por, siendo solteros y no habiéndoles conocido novia, subirse a niñas al regazo y acariciarles el pelo y decirles lo guapas que eran. Habían pasado cerca de veinticinco años cuando desempolvé todo eso para escribir esta historia.

Pero no solo tiré por ahí. Sentirse atraído por un chaval de once años cuando tienes once años no es ser un perro verde. A esa edad, la curiosidad es tan grande que los chicos experimentamos el sexo, muchas veces, entre nosotros. Nos encerramos en habitaciones con nuestros amigos del colegio a mirarnos el pene; a descubrir las primeras revistas porno (entonces las había y teníamos a mano a alguien mayor que las escondía debajo del colchón o encima del armario); a hacer concursos (es fácil imaginarse de qué, el onanismo no es un movimiento literario de finales del XIX). Como estas experiencias son tabú, como algo en tu interior te dice que si cuentas eso lo más seguro es que alguien acabe diciéndote que eres homosexual. Que te digan homosexual como un insulto es algo difícil de encajar a ciertas edades y lo más fácil es ocultar estos episodios, que, rápidamente, pasan a ser como esos expedientes secretos y clasificados de los servicios de espionaje, de hecho es algo de lo que los hombres no solemos hablar el resto de nuestras vidas.

Me senté a escribir “Amor de derribo” simplemente porque quería escribir una historia en la línea de ese cuento de Ian McEwan titulado “Mariposas”. El de McEwan es un cuento soberbio. Por lo que respecta al mío, no era consciente de que aparecerían todos esos personajes y situaciones de los que he hablado en estas líneas, así que cuando lo terminé y vi lo que había dejado a la vista, tuve miedo de no haber escrito una historia de la manera que me había propuesto: sin moralinas. Tampoco sé qué pasaría si una tarde de domingo cualquiera os diera por leer ambos relatos. Mariposas y Amor de derribo. Por cosas así se odia y se ama a alguien a partes desiguales.

Kike Parra

Escritor y profesor de RELEE

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