A mi amiga Elena, in memoriam
Aquella tarde, mientras descansaba tumbada en la cama, pensaba en el mes difícil que acababa de terminar.
Un mes agotador lleno de niños llorando, madres ansiosas y consulta masificada. Con los brazos y las piernas extendidas, el sudor recorriendo mi frente, no podía abstraerme. “No llores si no la doctora te pinchará. “Un virus, claro siempre es un virus. “Doctora, vengo a que me lo revise para las vacaciones” y el niño saltando sobre las sillas.
Luis estaba en la terraza rosa, fumando, me llegaba el olor, mejor no verle. No quería volver a decirle que el humo se había llevado ya a tres amigos nuestros. Uno de ellos había sido mi amiga Elena a quién veía solo durante las vacaciones de verano. Este año no estaría sonriendo con el cigarrillo a cuestas. Podía verla con su caftán rojo y el pelo rizado recogido en la nuca.
Llamaron a la puerta, varios golpes secos y un grito desgarrador “Abre la puerta, se ha caído un niño en la piscina”. Cogí un vestido que no quería pasar por la cabeza, por suerte aún estaba en bañador, y subí las escaleras de dos en dos con el riesgo de resbalar debido a las chanclas. Mi vecina seguía chillando y despertando a todos.
— Baja y llama una ambulancia, — le grité.
Y en mi cabeza rezaba “dios, mío, dios mío, que no sea nada». No tenía nada que pudiera ayudarme, ni siquiera el fonendo, solo mis manos y mi cabeza que iba a cien por hora. Desde la puerta se escuchaban los gritos de algunas mujeres, respiré hondo y miré la escena.
Un niño en el suelo, boca abajo, no se veía sangre, hablaba con una mujer, probablemente era la madre. Me acerqué decidida. El niño había caído desde una altura de tres metros, de un hueco en la torre de la muralla, distraído por saludar a su madre que estaba en el solárium, tomando el sol con sus amigas holandesas. La única herida había sido en los labios, respiraba, el pulso era regular. Salieron de mi voz cuatro palabras en inglés, estaba consciente y respondió bien cuando le pregunté su nombre y su edad. Me quedé a su lado, recorrí con mi mano derecha todo su cuerpo de niño de siete años, para averiguar dónde le dolía. No se quejaba. Los quince minutos que tardó la ambulancia en llegar fueron los más largos de mi vida.
Continúe hablándole y no despegaba los ojos de su piel, de sus gestos, le hice poner una toalla seca encima. Recordaba todos los cursos de primeros auxilios por si me olvidaba de algo. Estaba tan concentrada sentada a su lado, que solo me di cuenta de que había llegado la ambulancia por el murmullo de alivio de los vecinos.
Cuando me dejaron sola en la piscina, me quité el vestido, me duché y me tiré al agua. Fui hasta el final y lloré.
No estaría tranquila, hasta que el niño llegara al hospital.
El peligro estaba en todas partes, no solo en la India, como había pensado la semana pasada cuando me llamó mi amiga Inma y me animó a ir con ellos a este viaje maravilloso. Al ver Luis que no bajaba al apartamento, subió a buscarme. Me envolvió con la toalla y nos quedamos los dos, abrazados, quietos, mirando la muralla y el mar. Una explosión para la vista que no dejaba de fascinarme. Escaleras rosas, patios azules y formas arquitectónicas parecidas a unas torres árabes, moradas. Azul en el cielo que se juntaba con el mar. El verde de los pinos. En aquellos minutos pensé que si me deslumbraban tanto los colores de la Muralla Roja, qué tendrían que ser los de la India.
No era un viaje para mí, me imaginaba a los elefantes aplastándome, a los monos zarandeándome y el olor de las vacas ya se había pegado a mis fosas nasales. Hice un gesto de escalofrió y Luis me dijo:
—Seguro que el niño estará bien.
—Eso espero.
—¿En qué estabas pensando?
—Pensaba en una llamada de Inma, me ha dicho que se va a la India a finales de agosto con unos amigos y si me apetece ir con ellos.
—¿A la India, tú ¿
— ¿Si, yo, por qué?
—No creo que puedas soportarlo, con tu olfato tan especial y tu miedo al avión.
—Claro, no iré, aunque me apetecería mucho.
—¿Bajamos? Hace calor.
—Baja tú, yo me quedo un rato más, necesito bañarme y estar sola.
Un beso fugaz y busqué la sombra.
La imagen del niño me perseguía, recé a todos los dioses del universo, alguno me haría caso.
A lo lejos el peñón de Ifach, recortado como en una postal, majestuoso, desafiando al cielo sin nubes.
Al lado, casi en frente, otro edificio de Bofill, verde, con forma de pagoda china, el Xanadú, y silencio alrededor.
Me tumbé encima de la toalla mojada y cerré los ojos.
Me venían a la mente solo niños, niños que chillaban, que aporreaban las sillas mientras sus madres miraban a las paredes. ¿Cómo estaría el niño? Si no conseguía relajarme en la Muralla Roja, mi talismán particular, qué sería en la India.
El agua era terapéutica, se tragaba todas mis angustias.
Poco a poco, mis músculos se aflojaron y el sudor me liberó del miedo.
Adoraba a los niños, cuando pronunciaban mal mi nombre, cuando me decían guapa, cuando me dibujaban líneas a ninguna parte. Volví al agua. Cerré los ojos, alargué los brazos y mientras hacía el muerto, dejé que el sol me acariciara. Estaba sola y en silencio. El agua era terapéutica, se tragaba todas mis angustias. No necesitaba nada más. No me movería de aquí. El sol y yo, el agua y yo.
La puerta de la piscina se abrió y creí ver a mi amiga Rebeca, saludé con la mano. Ella correspondió con otro más largo, era la primera vez que nos encontrábamos después de la muerte de Elena. En el agua nos dimos un abrazo.
Le conté el accidente del niño, ella también era médico, otorrino, y entendía mi preocupación. Acababan de llegar ella y su marido para las vacaciones. Me comentó que cada vez el viaje le parecía más largo, le comenté lo de la India, mis dudas.
—Piensa en Elena, — me dijo. El año pasado estaba aquí con nosotras, bañándose.
La vida es un chapuzón en el agua, le dije a Rebeca.
Nos reíamos las tres imaginando estar en unas termas romanas y que al rato vendrían unos esclavos con la bebida. Ella se había ido de repente, seis meses de lucha y sufrimiento y ya no veríamos su sonrisa cálida ni disfrutaríamos de su compañía. De las tres, era la más vitalista.
El agua parecía un caldo, el sol picaba en la cara, pero las dos nos quedamos en silencio tiritando.
La vida es un chapuzón en el agua, le dije a Rebeca.
—Claro, —contestó ella— por eso mismo tienes que aprovechar e irte de viaje. No te va a pasar nada. Atrévete. No se puede vivir con miedo.
Lo sabía, claro que lo sabía, aunque desde pequeña había tenido que luchar con él.
A veces me paralizaba como aquella vez que tuvieron que rescatarme en la playa, otras lo dominaba o desaparecía como cuando pasaba la consulta. Con los niños que me sonreían, la vida solo podía verse de rosa como las paredes de este edificio.
Cruzó un japonés por delante de nosotras, en el pasillo que juntaba los edificios, con una máquina de fotos.
Rebeca explotó:
—Desde que un imbécil puso la Muralla Roja en Instagram, hemos perdido la paz.
Zara, el Corte inglés, diseñadores famosos, hacían su publicidad con nuestros rincones favoritos. Por las noches era distinto, los colores se transformaban y llegaban las sombras. El perfume de los pinos y jazmines de las terrazas se intensificaba. Tumbada en la terraza rosa, en la colchoneta, miraba las estrellas y sentía que nada malo podría ocurrirme.
— ¿Quieres que vayamos esta noche al restaurante indio? me dijo de repente Rebeca, el que le gustaba tanto a Elena, se pedía siempre el pollo tandoori.
— No sé, hasta que no tenga noticias del niño no voy a moverme de aquí.
— Llamamos al hospital. Sí, al hospital de Denia, — me repitió.
Así hicimos, primero nos dijeron que se había muerto, luego cuando explicaron que se había ahogado en la piscina entendí que era otro niño. Por un segundo me había quedado paralizada.
Al niño de Calpe, el holandés, no le había pasado nada, solo un rasguño. Un milagro. Algún dios me había escuchado. Quedamos en ir al restaurante otro día.
A la mañana siguiente, al abrir la puerta, me encontré con una postal en el suelo. La madre me daba las gracias y el niño me había dibujado un corazón.
Corrí a buscarlos, pero se acababan de ir.