Autora: Laura ERRE
El andamio
Esta mañana he visto cómo se estampaba un vencejo en el andamio del edificio de enfrente, a la altura del tercero. Justo detrás estaba Lucía, apoyada en la puerta de su terraza, tomándose un café. Que sé que se llama Lucía porque lo pone en su pancarta debajo de un enorme “gracias”.
Con el topetazo, la chica ha dado un respingo. Y, al hacerlo, ha dejado caer el vaso, derramando su contenido desde la pechera de su camisa amarilla hasta los pies.
Descalza como estaba, se ha acercado al andamio. Se ha arrodillado. Ha sacado la cabeza entre los barrotes. Se ha detenido a observar al animal tirado en la plataforma exterior que, aunque desahuciado, aún batía las alas. Y, al poco, Lucía se ha incorporado y ha vuelto a entrar en casa. Sin inmutarse. Sin recoger los desperfectos. Pisando con firmeza el suelo lleno de cristales como haría un faquir.
Acto seguido, la he visto salir por el portal. El pelo recogido en una coleta. La camisa amarilla y los vaqueros, manchados. Los zapatos y la mascarilla, a juego, color café.
Tiene guasa que de todos los momentos eligieran este marzo para instalar el maldito andamio, como un endurecimiento de la condena, o una premonición
La había imaginado haciendo una pausa para encenderse un cigarro al pisar la calle. Pero no: se ha santiguado y ha continuado andando. Sin detenerse. Sin mirar arriba ni atrás. Sin tocar al perro del vendedor de la ONCE que la ha saludado. Ha bordeado el jardín comunitario hasta alcanzar la calle principal. Y yo, por un instante, he vuelto a la contemplación del maldito andamio. Que tiene guasa que, de todos los momentos, de todos los meses del año, eligieran este marzo para instalarlo. Como un endurecimiento de la condena. O una premonición.
Pero hoy no he elucubrado mucho más. Porque al volver a mirar hacia la calle, allí seguía Lucía, congelada en el mismo punto que la había dejado. Inmóvil en el paso de cebra, dejando pasar coches, peatones, semáforos.
Así ha permanecido un buen rato. Hasta que se ha girado para desandar el camino hacia su bloque. Misma acera, mismo jardín comunitario. Esquivar al perro de la ONCE. Detenerse en el portal. Rociarse las manos con alcohol antes de sacar la llave. Subir por la escalera, cerrando la ventana de cada tramo. Y ya después, salir a su terraza. Sellarla con las planchas del andamio que debió de quitar durante el confinamiento y que le corresponden. Sacar, por un resquicio, el palo de la escoba y batir con él la estructura metálica.
Abajo, junto a su portal, rondaba un gato. Ha maullado cuando ha visto caer su trofeo. Le ha dado toquecitos repetidamente con la pata. Luego, también ha desaparecido por la esquina del jardín comunitario. Sin más.
2 comentarios en «Faquires»
Qué bueno¡¡¡
Como el gato, doy toquecitos de slmohadilla a los párrafos del texto mientras me relamo.