De vicio | Arturo G. Pavón

14 Dice el personaje-narrador en un tormentoso pasaje de la novela: «Familia y nadie, sinónimos para mí». Y es una plena verdad, pues nada de lo que hace Santos —en los veinte años que recorre De vicio — le permite liberarse, desatar los nudos, escapar de la oscuridad. Nada. Porque la peniten- cia es su propia inestabilidad, y esa inestabilidad —esa abrumadora incoherencia— la encuentra en el más determinante de los nidos de un ser huma- no: el núcleo familiar. Santos no lo sabe, pero es ese el magma de todos sus males. Solo después —en una segunda instancia— se generan sus propios te- mores: los más íntimos pero también los que expo- ne y lo exponen. Santos vive en el dolor y en el odio del que se cree incomprendido, en la repugnancia y en la más absoluta de las negaciones. Si el periplo circular que nace y muere en el origen es la gran clave en De vicio , también lo es la soledad. Todas las relaciones sociales del protago- nista se fracturan prematuramente o son, en rigor, superfluas. Ni siquiera le conmueve la muerte. Ni siquiera la de sus seres más cercanos. Se ampara en las drogas —blandas y finalmente duras— y en su trabajo, al que también acabará por teñir de negro tras la ejecución de su loca creencia del plagio como disparador de la ansiada fama. Es, en definitiva, la furia lo que le impide cualquier operación de res- cate y —esto sí lo sabe— la escritura, la creación li- teraria, funciona en él como un trauma tan cercano a la autodestrucción. Regreso al origen en un marco de soledad y en el más agudo de los fracasos. Regreso a La Elipa como única opción, a casa de madre como último re- fugio. Santos Padilla bien podría funcionar a modo de válido sinónimo generacional, una radiografía altamente verosímil de cómo los barrios obreros

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