Manual de jardinería (para gente sin jardín) | Daniel Monedero

12 Prólogo mismo manual de jardinería; y tras un rosal secreto y geométrico, decía, caminaran unos pasos, y justo al caer del sol se inclinaran, y con sus manos, ante el surco, plantaran flores que solo pueden morir al final del día, en la última luz. Uno se pregunta entonces: ¿de verdad es esto un jardín, si se aferra a la poesía de la muerte, si está siempre a punto de desaparecer? Puede. Porque comprendemos que aquí, en la última luz, se pone en juego el territorio que todo milagro escamotea: su borde. Lo que se lee en este libro se destruye si se trata de ordenarlo para el bien común (por tanto, y así lo aconsejo, es necesario subrayar). Hay un desbordamiento continuo en el cuento y una llama sobre laquesiemprependeunhilodeviento.Leemos el manual, los nombres de las especies, la frase categórica que un segundo después se ha desdicho, ha abierto un surco, ha dejado crecer una planta que morirá orgullosa. Nos paramos de continuo. ¿Hay que subrayar? Hay que subrayar muchísimo, por admiración. La llama y la planta y el cascote se agitan una vez más, sin querer complacernos; y al rato se produce (en nosotros) un llamado a la parte del lenguaje que no se engarza por afinidad con la realidad, sino precisamente por el temor a decir a la manera en que se ha dicho siempre. El palacio, que antes tenía un salón muy bonito con molduras y violonchelista en el rincón, ahora ha sido abierto en canal por decenas de cuartuchos y galerías. Cada historia desplaza el centro a conveniencia, y la trama ya no es, esencialmente, un asunto de matemática y ortografía y sintaxis cereal, de primer autor, de «hacerlo bien». El relato cerrado, aseado, frente al relato excesivo, vivo y hasta furioso, y tan repleto de las malas hierbas de jardín que le pedimos a la verdadera literatura.

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