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Mírame a los ojos

Me di cuenta de que, cuando hacía los comentarios a mis alumnos y alumnas, a lo que les estaba enseñando era a prestar atención al instante presente de su escritura, en lugar de proyectar en la página en blanco sus pensamientos sobre el pasado o sobre el futuro.

Cuando comencé a meditar, le hablé a mi maestra de mi deseo de introducir de alguna manera la meditación en las enseñanzas que impartía sobre creación literaria.

Ella me miró a los ojos con dulzura y dijo simplemente:

—Ten paciencia.

También me dijo que lo que aprendiera en la meditación se iría filtrando sin darme cuenta en mi vida cotidiana y que acabaría empapándolo todo.

Pero a mí no me bastaba. Me sentía impaciente y ansiosa. Para mí iluminarme e iluminar a los demás era una carrera contrarreloj. Como todo lo demás en mi vida: comprometerme, casarme, tener hijos, triunfar laboralmente, convertirme en escritora…

Después de quince años puedo decir que mi maestra, como siempre, tenía razón. La meditación ha sido el motor y la base de mi vida, y sobre ella se ha ido asentando todo lo demás.

Pronto me di cuenta de que, cuando hacía los comentarios a mis alumnos y alumnas, a lo que les estaba enseñando era a prestar atención al instante presente de su escritura, en lugar de proyectar en la página en blanco sus pensamientos sobre el pasado o sobre el futuro. Una y otra vez, les señalaba sus distracciones para traerlos a lo que había aquí y ahora en la historia, en su escritura, en ellos mismos.

Cuando hablaba de textos de autores reconocidos, me daba cuenta de hasta que punto la buena literatura está conectada con la espiritualidad más elevada, con lo que está más allá de las palabras. Leer a Katherine Mansfield se convirtió en un ritual sagrado que traté de compartir con los demás.

La palabra «sagrado», en tibetano, es la misma que se usa para «auténtico».

Autenticidad es justo lo que busca el buen escritor.

Y eso se consigue entrenando la mente. Mostrándole (y aprendiendo a conservar) nuevas vías para que se salga del camino lineal y estrecho del intelecto —el intelecto es eso a lo que llamamos «pensar»— para abrirse a otras esferas de percepción y conocimiento.

Aprendí que, cuando escribo de verdad, no es muy diferente de cuando, sentada en el cojín, atravieso por una experiencia de apertura en la que «yo» desaparezco y simplemente se manifiesta lo que «es». Escribir de verdad, de forma auténtica, es convertirse en canal para que se manifieste una realidad que no es «nuestra».

Y eso está relacionado con lo que en el budismo tibetano se llaman las seis paramitas: la generosidad, la paciencia, la disciplina, el esfuerzo gozoso, la concentración y la sabiduría.

Y también está relacionado con la conjunción de cuerpo y mente. No escribimos con las manos ni con el cerebro. Escribimos experiencialmente, es decir, con todos nuestros sentidos y todo nuestro ser.

Así que, en algún momento, me di cuenta de que yo no estaba enseñando —ni aprendiendo— a escribir bien, sino que en un entorno de apoyo mutuo, intercambio y generosidad todos nos convertíamos en personas más conscientes y completas.

Hace unos pocos meses tuve la suerte de compartir unos días con mi maestra.

—Lama —le dije escondida detrás de mi taza de té, con la cara ardiéndome de la vergüenza—. Estaba pensando en impartir un taller intensivo de Escritura y Meditación. ¿Qué te parece?

Se me quedó mirando con infinita dulzura. Solo fue un instante, unas décimas de segundo que se quedaron flotando en el no tiempo.

Las dos éramos quince años más viejas.

Entre medias yo

había montado una empresa

había comprado un piso

me había casado

había tenido dos hijos

me había separado

había vendido el piso

me había marchado de la empresa diez años después de haberla montado

me había dejado la piel en el camino

había publicado varios libros

ahora inencontrables en las librerías

había encontrado al amor de mi vida

lo había perdido

había vuelto —por enésima vez— a partir de cero…

—Me parece una idea estupenda —me dijo mi maestra, y bebió un pequeño sorbo de té.

Se me llenaron los ojos de lágrimas.

Así pasa el tiempo en el terreno de la espiritualidad. Transcurren quince años en lo que tardas en mirar a alguien a los ojos —unas décimas de segundo— y despejar la incógnita de la distancia —mínima e inconmensurable— entre dos respuestas.

Hay que avanzar muy poco a poco, precisamente porque no hay tiempo que perder. Pero hay que moverse (desde ahora mismo) para poder llegar al lugar en que realmente estamos.

Exactamente igual que en la escritura.

Mírame a los ojos. Mientras leías este texto, ¿cuántos años de tu vida han transcurrido?

Más información sobre el Taller Intensivo de Escritura y Meditación aquí.

Isabel Cañelles

Escritora y directora de RELEE

 

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4 comentarios en «Mírame a los ojos»

  1. Han transcurrido cinco años, Isabel y gracias a ti y a la práctica de la meditación, soy alguien más consciente y he dejado de intentar escribir bien y sí conectarme con algo muy profundo de mí misma. Escribiendo contigo he aprendido lo que describes como paramitas. Y de hecho acabé mi novela tan inmersa en ella que casi no fui yo quien la acabó.
    Lastima no vivir en Madrid para poder compartir contigo este seminario. Yo creo que los alumnos que asistirán aún no saben hasta qué punto cambiaran su forma de escribir.

    Responder
    • Muchas gracias, Sole :-). Yo también he aprendido muchísimo por el camino, porque tener alumnos/as como tú es de lo más enriquecedor. Y espero nutrirme también en el seminario de toda la gente que decida asistir :-). Todavía no he encontrado la manera de hacerlo online, pero todo se andará 😉

      Responder
  2. Hola Isabel
    Me ha emocionado lo que cuentas del taller. Me apetecería hacerlo pero los viernes trabajo. Espero que tengas nuevas fechas y pueda acomodar mis horarios. Será un gusto conocerte. Un saludo y feliz vida. Marina

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  3. Está claro que yo no me lo iba a perder por nada del mundo. Ya estoy contando los días hacía atrás…

    Responder

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