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D y Una en terapia

OLONES

Autora: Maria José Beltrán

Qué trome Cuéllar,

le decía Lalo y el hermano

muy buena memoria, jovencito,

y a nosotros ¡aprendan, bellacos!

 

Los cachorros, MARIO VARGAS LLOSA

 

 

La importancia del primer párrafo

Cuéllar. Primero de la clase hasta el accidente, y Una también lo fue. Le lee a D. su relato. De permitírselo su rodilla, se desplazará a Madrid el próximo lunes. La de hoy es, casi seguro, la última consulta por teléfono de Una a su terapeuta D. después de más de dos meses de aislamiento. A Una le encantan estas sesiones, y hasta diría que las ha disfrutado mucho. Aunque, ¿se podría afirmar algo así cuando vas, por ejemplo, al fisio e igual te punzan en el centro mismo de la fascia plantar? Además, Una no sabe explicarlo ahora, tal vez sea un disparate, pero ¿las sesiones de psicoterapia no deberían asemejarse en el fondo -en el sentido de que el profesor presencial es irreemplazable y se le echa en falta tanto-, a las clases telemáticas de, pongamos, literatura?

Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces.

Una no le habla a D. de Los Cachorros hoy, sino que comentan su relato de la niña que es la primera de la clase, igual que ella lo fue; lo mismo que Cuéllar antes del accidente, qué trome Cuéllar. Una ya había escrito un cuento sobre ese tema hace años y D. dice cuánto te ayuda la escritura a crecer.

Alternando nosotros y ellos. Así se construye un narrador poeta y múltiple. Por separado no tienen interés especial. Pero juntos. Oh, ah, juntos. La combinación de ellos y nosotros –algo sencillo y tan brillante- transforma lo ordinario en extraordinario.

As, crack, fenómeno.

Cuéllar se enamora de Teresita Arrarte, pero por su problema, consecuencia del accidente, es inseguro y sufre, y no se atreve a hablarle de amor. Sus amigos quieren ayudarle y van a casa de la chica para averiguar si ella le quiere también. A Una esa escena le parece magistral porque el autor no juzga a Tere, pero consigue que a medida que la acción avanza, Una se vaya encendiendo más y más, e incluso se sentiría muy feliz espachurrando –en sentido literal y a modo de broche- a Teresita –zapatitos, manitas, dientes-. Plaf, plof, plaf. La escena también es magnífica por la metáfora de situación de la mariposa con la que Teresita juega todo el tiempo mientras conversa con los amigos de Cuéllar; a la que ve huir medio moribunda, a la que quiere enterrar en su jardín y a la que al final mata.

El hermano Leoncio se apartaba de un manotón el moño que le cubría la cara, ahora a callar. ¡Aprendan, bellacos! Y justo después del accidente de Cuéllar, el moño le bailaba sobre la cara mientras azotaba al perro sin misericordia.

Así se caracteriza un personaje secundario, piensa Una.

Mando, moño, ordeno.

La importancia de lo imponderable

Cuéllar hubiera podido ser yo, de haber nacido niño y encontrarme con un perro Judas, sin Leoncios ni compasión cerca cuando el accidente ocurrió. Una lo está pensando ahora. Cuéllar somos todos hasta que dejamos de serlo y le retiramos el saludo.

D. dice que, al fin, se trata de volar siempre. Por ejemplo a Portugal. Lo de volar vale para Cuéllar, vale para todos nosotros. Una se resiente de las tendinitis que acechan y de los virus que estancan. Y piensa en gaviotas, el Malecón, los olones y el sur. Mucho sur.

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