Por Eloy Tizón, escritor y profesor de RELEE
No creo que exista ninguna gran obra narrativa del pasado o del presente que haya alcanzado la excelencia sin involucrar al lector. Involucrar al lector no significa, como a veces se malinterpreta, caer en la tentación barata de adular sus gustos o confirmar sus rutinas mentales. Nada de eso; la mala literatura es aquella que pretende narcotizar al lector, moralizarlo, reforzar sus prioridades y dogmas, sin modificar nada esencial. La buena literatura, en cambio, nos obliga a dudar de aquello que hasta aquel momento considerábamos inmutable y sagrado.
La buena literatura perturba, zarandea y conmueve. No respeta nada y no nos deja indiferentes; nos corrige. Nos obliga a leer de otra manera, de través, a cambiar de ojos y de memoria, a ampliar nuestros límites, a internarnos en un territorio de arenas movedizas en el que nada nos resulta familiar y todo se vuelve inestable y sospechoso. Es decir: la buena literatura es la única que de verdad nos convierte en lectores plenos, dado que leer es ante todo un ejercicio de permanente recapitulación y temblor.
Leer nos saca de nuestras casillas, de nuestro hogar seguro, nos expulsa al espacio exterior y nos convierte en nómadas. Mientras leemos, siempre está a punto de anochecer y sorprendernos en un lugar ligeramente terrible, como en los sueños. Llamamos leer a esa anomalía del espíritu que nos arroja a la intemperie. Involucrar al lector implica respetar su inteligencia y contar con su energía creativa, en ocasiones díscola, para completar los huecos. Ningún buen libro está terminado de hacer. Un libro es un objeto muerto, que solo revive en el instante en que un lector se sumerge en él, interviene y lo hace suyo. Si no hay lector, no hay resurrección, no hay milagro. La literatura no es un monólogo, sino un diálogo. Un secreto compartido entre dos intimidades.
Publicado en El Cultural de El Mundo, 31/7/2015