«Hipoxia» de César Sánchez Sánchez
Notas el aliento en la cara. Tu respiración se acelera. Aún no estás despierto; tampoco dormido. Intentas aferrarte al sueño. Prados, cascadas, Silvia, desnuda, nadando, antes de los celos, cuando todavía era feliz contigo, antes de aquella noche. Tarde, el metabolismo reclama vigilia.
Abres los ojos despacio. Ves el agujero, una boca abierta, muy cerca de la tuya. Incapaz de apartar la mirada, te reconoces en las llamas que roban oxígeno en las profundidades de la tráquea. Recreas el placer que sentiste al apretar su cuello, vértigo, control; jadeas entre náuseas.
Las cadenas que amarran tu pecho no cederán; mejor rendirse.
Tus labios se separan; el aire escapa. El grito te sumerge en angustia blanca, el fuego de la culpa lo alimenta; ruegas sin palabras que el ruido se extinga pronto. Se aviva. Permanece.
Al fin, el alivio venenoso de la hipoxia.
Vuelves a dormirte, a olvidar que una vez despertaste. Sueñas con Silvia; nada en un río, mucho antes de aquella noche.
Notas el aliento en la cara; 666 segundos.
«Sueño» de Sol Gómez Arteaga
Sueño que me operan de apendicitis. El anestesista al ver mis musculosos bíceps me pregunta si practico baloncesto. Le digo que no, pero añado que cuando iba a la universidad participé en la liga regional algún tiempo. Lo normal en estos casos, ya lo sé, es comentar cualquier chorrada hasta que uno se vaya quedando sopa, pero eso no ocurre y siento, “je je”, el cosquilleo del bisturí y seguidamente, “¡Ay!”, una incisión profunda en mis tripas. Una voz alarmada dice “¡Qué coño haces!” y noto durante bastante rato que unas manos hábiles indagan en mis vísceras. Cosen en silencio. Me cubren entero con una sábana traslúcida, me trasportan a un cuarto oscuro. No sé el tiempo que ha pasado cuando oigo unos pasos. Descubren mi rostro y veo a madre llorar, besarme en la frente. Quiero decirle que estoy bien e intento hablar, pero me tapan de nuevo. Parece que me cambian de sitio. Hace un frío helador y por más que me pellizco, “¿Eh, qué mierda pasa?” no consigo despertarme.
«Disposición» de Conchi Moya Fernández
Te deslumbra el brillo de un diamante loco en el cielo y ves kilómetros de campos de fresas. Desde la lucidez al fin comprendes que cuando se abren las puertas de la percepción no existen el espacio o el tiempo.
El fluido rosa se abre paso hacia tu hipotálamo. Te dispones a entrar en la madriguera. Estás sintiendo la Experiencia. Una refrescante lluvia de gotas lisérgicas cae sobre tu cabeza. Reverberan los destellos de cientos de cuentas de cristal.
El punteo de la guitarra, alimento primigenio, se incorpora a tu torrente sanguíneo. Los efluvios del palosanto anticipan lo que está por llegar.
Se desposan el cielo y la tierra. Tienes una visión sacramental.
El Músico ha resucitado sobre el escenario. Unas gafas oscuras ocultan sus ojos. El largo pelo ondulado le cubre el rostro. Desata un pañuelo del sombrero de ala ancha y te lo lanza. Una lágrima se desliza por tu mejilla.
Catalizador. Trance. Percepción. Un conejo blanco. Infinito. Psicodelia. Disposición.
«Bajo los párpados» de Ana María Medina Reina
Desde que yo, el amor de tu vida, nací en este mundo que habita bajo tus párpados, viajo mucho en tu búsqueda. Has desaparecido. El perro labrador negro que imaginaste de niña a la puerta de una casa roja, va una y otra vez a lo largo de la verja con la esperanza de que vuelvas a lanzarle la pelota. Intento escuchar tus pasos en el puente de madera, sobre el río. La barca que navegaba a las órdenes de tu pensamiento ha quedado varada, porque el agua se ha cansado de correr sin que tu llegues siquiera a salpicarte las manos. Y, sin embargo, al otro lado de los párpados, sigues. Recorres una y otra vez las mismas calles, tocas la pantalla del teléfono sin cesar y tu voz ha cambiado de tono. A veces te percibo cuando por descuido pones algo más de azúcar en el café de la mañana y la lengua paladea ese dulzor extra e inesperado. Piensas en el labrador y en mí. Tus párpados se hacen transparentes. Te esperamos.