Por Alberto L. Lezcano, periodista, escritor y colaborador de RELEE.
Los escritores de más de sesenta y cinco años deberán escoger entre pensión y derechos de autor. Ya lo auguraba hasta el más inhumano, corrupto o deleznable de los mortales: siempre asaltan al más débil. Embisten de forma arrolladora su capacidad creativa al ver cómo se les limita la económica. Un simple parpadeo de ojos y papá Estado deja desamparado por fin a Bárcenas y se inmiscuye ahora en el laborioso trabajo – y bien merecido – resultado de quien piensa y crea sobre la hoja, cuando ha estado años sin meter mano en las cuentas de quienes consiguieron su fortuna gracias al in-fortunio y la inocencia de otros. No hay réquiems que puedan calmar las hoy almas muertas. Ni Cherubinis que compongan nuevos Agnus Deis que puedan describir el desamparo que sufren los escritores. ¡Oh pobre Ángel González: el Imperio contrajo sus fronteras y la resaca de una paz dudosa arrastró a la metrópoli! ¿Cuántos poetas y creadores de prosa y drama devolverán la bergamota ingerida tras su célebre discurso en el ya desenmascarado edificio, creación de Aguado de la Sierra? Dada la situación, probablemente el Harris de Hemingway sofocaría ahora su pena en el descorche de otro buen tinto. Mientras, en mi último día de trabajo en la relojería me cruzo en una calle céntrica de la ciudad con un ex presidente comunitario que quería crear genios trilingües a costa del dolce far niente de otros. Le saludo; me saluda. -¿Quién demonios será? – presumiblemente piensa. Y me pregunto yo qué sabrá él de la pena acuosa de los amantes de las letras ahora que los de su estirpe huyen en manada de las calles de Valencia. Agarro a Mendoza y Bonald del hombro y grito a cuatro vientos: ¡qué leve atisbo de conmiseración recae sobre el ambiente!, como si nadie se hubiera dado entonces cuenta del prematuro suicidio del poeta Félix Casanova.
Publicado en el número de abril-junio de la revista literaria trimestral La bolsa de pipas.