Estamos a punto de terminar nuestra novela. Bueno, para ser exactos, «ella» está a punto de terminar «su» novela. Yo no soy más que una acompañante-espectadora en su proceso literario. La cosa es especial, porque tiene doce años y porque llevamos juntas dos años, yo yendo a su casa una hora a la semana para darle clase de escritura. Creativa, se entiende.
Durante el primer año, yo le hacía propuestas imaginativas que ella abordaba con ímpetu a veces, escéptica otras. Pero obediente en los dos casos. De esas propuestas solían salir cuentos con principio y final, aunque en ocasiones no eran más que textos pasajeros.
Mi objetivo era que disfrutara, eso lo primero, y que al mismo tiempo aprendiera algo de técnica. El resultado así más sonado fue que ganó un concurso de relatos de la biblioteca municipal de su barrio, después de haber trabajado el cuento por lo menos durante tres semanas. Le brillaban los ojos cuando me contó que había ganado el concurso. Intuí que era la recompensa al gran esfuerzo que había hecho por mejorarlo lo que iluminaba su mirada.
Y fue a mitad de este año cuando, a raíz de una propuesta de escritura que le hice, llegamos a la conclusión de que ese cuento resultante se merecía algo más largo. Ese fue el germen de su novela. Primero la planificamos juntas, después distribuimos en capítulos todo lo que quería contar (ella lo tenía todo en la cabeza, el argumento, la trama, el desenlace, los personajes, todo increíblemente claro), dibujamos un cronograma para ir sobre seguro, perfilamos a los protagonistas. Desde entonces, trabaja sin descanso en ella. Cada martes me trae un capítulo escrito, lo leemos (lo leo yo en voz baja, le da vergüenza que lo lea en alto), lo comentamos, nos peleamos porque cada una defiende su postura, y finalmente acordamos aquello que estaría mejor de otra manera. Y así, semana tras semana, ha ido engordando el taco de folios que conforma su «borrador», en apariencia caótico, pero que tiene pulcramente ordenado en su cabeza. Hasta hoy, que hemos llegado casi al final, pues apenas nos quedan dos capítulos para terminar.
Pensé que se cansaría, que rompería pronto la rutina de escribir sobre lo mismo. Que encontraría cualquier excusa para dejarlo y pedirme pasar a otra cosa. Pensé que quizá era muy joven para mantener la constancia en un proyecto como este, porque llevarlo a cabo cuesta mucho esfuerzo. Pensé que ella misma se bajaría del carro. Pero nada de eso ha ocurrido.
Yo la he exigido a ella, pero ella también me ha exigido a mí. He tenido que liberarme de rigideces, aparcar por una hora a la semana mi visión adulta de las cosas, mi esquema «teórico» sobre la escritura que comparto en mis talleres para adultos. He tenido que relajar mi cerebro, no sé cómo explicarlo, dejarme llevar, aceptar otra forma de contar que nace de la intuición más primaria, aunque eso a veces se contradiga con esos principios teóricos que yo tengo quizá demasiado asumidos como ciertos. Clara (por cierto, se llama Clara, vivan las coincidencias) me está enseñando mucho sin ella saberlo. Me encanta cuando defiende su postura, cuando me dice que no a algo que le propongo después de habérselo argumentado por activa y por pasiva. Pero ella que no, erre que erre. Cuando está convencida de algo, es que no hay quien la baje del burro. Y eso me encanta, porque me desmonta mi estructura mental a la que seguramente le hace falta regenerarse con un soplo de aire fresco.
Somos opuestas en gustos: a ella le pirra lo fantástico. Yo sin embargo me muevo en la realidad. Pero nos complementamos. Y así hemos logrado sobrevivir a estas clases de escritura que comenzamos allá hace veintitantos meses.
Ella será una escritora con oficio. Porque ama este oficio (aunque todavía no lo sabe), porque ama la escritura. Y yo, tan contenta de haberla acompañado en este mini trayecto de su camino.
Ahora soy yo la que tengo que impulsar mi primera novela, esa que tengo aparcada en un cajón.
Clara Redondo
Escritora y profesora de RELEE