“Qué lástima que un árbol no sea un transmisor de señal wifi, todos plantaríamos un montón de árboles y así acabaríamos con el problema de la no reforestación. También es lástima que solo los árboles sean los encargados de producir el oxígeno que respiramos”.
Frase escuchada a Vicente Chambó, editor, escritor y amante de libros.
A un amigo le hizo mucha gracia una frase que dije, una de esas que empiezo sin saber muy bien cómo voy a terminar: “Un libro, flotando en el agua, aguanta más que en una librería”. Acabábamos de salir de una charla sobre el futuro del libro, no un futuro cualquiera, sino ese sobre el que ya en 2010 se decían las mismas cosas que ahora.
Hoy día, la mayoría de libros nacen vendidos. Muchos escritores están vendidos. Igual que los editores. Y los libreros. El distribuidor tiene el poder de marcar la piel y la vida (o las vidas) con pez hirviendo. Los libros, así, se convierten en un “todo vale”. El tiempo es oro. Un libro, qué es, cuánto dura… dos meses, tres, seis. ¿Después? A la guillotina, igual que aquellos monarcas. En nuestro país, en 2014 (son datos oficiales) unos 80 millones de los que se imprimieron pasaron a mejor vida. Y en esto llegó Facebook.
Las redes sociales se han puesto de parte de quienes no pueden —ni forma parte de su deseo— competir con esos circuitos asfixiantes en los que el tempo lo marca el distribuidor y la zanahoria a medio metro de nuestra cara, el departamento de marketing. Durante el tiempo que dura ese sketch son poco más que un objeto cárnico en un expositor a dos grados —no es de deseo, y qué lástima es que un libro ya no sea un objeto de deseo. Un escritor, un editor (casi mejor que sea de una editorial pequeña), puede estar promocionando la misma obra durante muchos meses. Tendría que ser casi una obligación, ya que un libro es más que un libro. Como lector es algo que no me molesta y me parece más sano que estar a expensas de las mesas de novedades que se montan en las grandes librerías. No es por hacer la pelota a los pequeños, pero uno librero de barrio se lee los libros, cuanto menos los mira, les echa un ojo, aconseja y monta las estanterías, entre otras cosas, ajustándolas a sus gustos.
Mi experiencia como comprador de libros a “amistades” de Facebook es más que satisfactoria. (Acabo de acordarme de los libros que leí en mi adolescencia… lo que hubiera dado por conocer a quien los escribió y charlar con ellos de lo que me había parecido su obra). Ahora, eso es posible. A más del 50 por ciento de los libros que leo llego gracias a las novedades que he conocido a través de Facebook. Puedo acceder a las críticas, a los comentarios de lectores rasos como yo. Puedo intercambiar con ellos, los autores, opiniones, mensajes, incluso conversar cara a cara, o compartir momentos de bar y cervezas. Todo eso me parece una criba estupenda. Tras la lectura puedo escribirles un mensaje para decirles lo que me ha parecido (pocos somos los que, cuando presentamos un libro, dejamos pasar la ocasión de decir: “Ya me dirás lo que te ha parecido”. ¿Quién podía hacer eso al terminar de leer a Eduardo Mendoza o de Soledad Puértolas?). O como dijo Manuel Astur en una entrevista hace poco, “ya no es necesario vivir en una gran ciudad, ni en una pequeña ciudad, para enterarte de todo y estar al día”. Ahora uno puede saber lo que ha preparado para comer su narradora favorita. Las redes sociales han permitido desacralizar muchas cosas. Quien ha querido subirse a ese carro lo ha podido hacer. Es como una mesa —repleta de libros con fajas más imparciales. Con algo especial que enriquece la lectura del libro: escritor y lector pueden interactuar. Sin ir más lejos: la semana pasada cené con una poeta cuyo libro tengo ya en mi mesilla de noche. Hoy mismo lo empezaré, y ya estoy pensando en lo fácil que me será, cuando esté leyendo los poemas, ponerles su voz y sus gestos, o enlazar algunos de sus comentarios. Ese poemario no va a ser un libro más. De eso estoy seguro.
Kike Parra
Escritor y profesor de RELEE
Su último libro «Me pillas en mal momento» está a la venta en nuestra librería