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¿Se puede aprender a escribir?

El talento, admitámoslo, es a veces un ente pretencioso y altivo. [...] Casi todos tenemos algún talento más o menos desarrollado que nos hace particularmente indicados para realizar alguna actividad. El peligro radica en que, una vez identificada esa habilidad natural, confiemos a su suerte nuestro destino, olvidando que esos dones naturales necesitan un entrenamiento, un aprendizaje que los module y los encauce para poder llegar a hacerlos brillar algún día. Porque el talento sin trabajo y disciplina no suele llegar muy lejos en ninguna especialidad. Y la escritura no es una excepción.

El talento, admitámoslo, es a veces un ente pretencioso y altivo. Un mal aliado que puede empujar a quien crea –con o sin razón- tenerlo a una actitud poco dada a la autocrítica y al trabajo. Casi todos tenemos algún talento más o menos desarrollado que nos hace particularmente indicados para realizar alguna actividad. El peligro radica en que, una vez identificada esa habilidad natural, confiemos a su suerte nuestro destino, olvidando que esos dones naturales necesitan un entrenamiento, un aprendizaje que los module y los encauce para poder llegar a hacerlos brillar algún día. Porque el talento sin trabajo y disciplina no suele llegar muy lejos en ninguna especialidad. Y la escritura no es una excepción.

Pocas cosas hay más peligrosas que esos axiomas que a veces lanzan los fundamentalistas del talento literario, esos que afirman que “no se puede aprender a escribir –ni, por tanto, tampoco enseñar-“, que “el escritor nace, no se hace”, que se trata de algo que “se tiene o no se tiene”, y otras perlas por el estilo que vienen a sugerir que Cervantes nació con el primer borrador del Quijote ya medio pergeñado y que a Shakesperare los sonetos y las tragedias le salían como churros desde la cuna.

El peligro de este tipo de afirmaciones es que alguien se las crea. Que lleguen a calar entre personas a las que les gusta escribir, y que por culpa de ello desperdicien las pocas o muchas habilidades naturales que traen de serie. “A escribir se aprende escribiendo”, reza otro de los latiguillos de los ultras del ‘Don’. Y es muy cierto. La práctica es fundamental. Pero si no se da a esa escritura metódica y constante un sentido, un método y un propósito, se corre el riesgo de pasarse la vida emborronando cuartillas sin más. Porque por mucho don natural que se pueda tener, el escritor en ciernes necesita de unas mínimas nociones que le permitan sacar partido a su talento. El verdadero talento estriba, tal vez, en ser lo bastante humilde –y valiente- para darle una oportunidad a nuestras habilidades para que crezcan.

Habrá quien objete que el aprendizaje mata la espontaneidad, que es el peor enemigo de la creatividad. Pero aprender no quiere decir dejarse cercenar las alas, ni que te encadenen con límites y cortapisas. Un poco de método no tiene por qué convertir tus escritos en previsibles y aburridos. No matará tu creatividad, sino que la potenciará. No significa someterse a lo académico, sino tener la capacidad para desafiarlo con conocimiento de causa. Adquirir los rudimentos del oficio brinda la oportunidad única de poder llegar a practicarlo algún día. Como todo en la vida, le escritura tiene sus técnicas, sus trampas, sus trucos y sus misterios sobre los que se necesita arrojar algo de luz. Y lo mejor de todo, no hay un solo tipo de aprendizaje. A escribir se puede aprender con un profesor, en un taller, en un grupo. Pero también se puede aprender de forma autodidacta. Y se puede leer. Sumergirse en los libros de otros grandes autores es la mayor Universidad de literatura que ha existido, existe y existirá. Pero en todos esos casos, hay un proceso, un aprendizaje lento y laborioso.

Y al talento hay que bajarle los humos y llevarle allí, a mancharse en ese barro, aunque sea de las orejas.

Raquel Lombas / Ramón Oliver
5CERO2 Comunicación

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